Cualquiera que tuviera que describir a un extranjero la situación de la vivienda en España casi con seguridad resaltaría algunas características notables: la minúscula proporción de alquilados frente a propietarios (cerca de uno a nueve) en la forma de ocupar la vivienda, el deterioro del parque de viviendas en los cascos viejos de numerosas ciudades, la existencia de una bolsa de inmuebles desocupados de larga duración o el desorbitado precio de la vivienda tanto en términos de valoración de activos (más de treinta veces su rentabilidad anual por alquiler) como en términos de renta y salario medio (el número de años de sueldo íntegro que representa el precio de la vivienda está entre los primeros del mundo). Todo ello adornado con el significativo porcentaje que el coste del suelo representa en relación con dicho precio.
Lo triste de todo ello es que tal situación no es fruto de ningún imprevisible accidente, sino la conclusión económica lógica de décadas de intervenciones públicas con las más «nobles y sociales» intenciones posibles en los campos de la regulación de alquileres, el urbanismo, el patrón monetario y la regulación de los tipos interés. Más terrible aún si cabe es que ni políticos ni ciudadanos de a pie parecen tener conciencia cabal de ello y una mayoría de ellos sigue pensando que la solución está en nuevas dosis del veneno intervencionista.
Comenzando con la legislación de alquileres, los efectos de la regulación franquista que impuso precios máximos y prórrogas forzosas a los mismos produjeron, como estudió con maestría Joaquín Trigo Portela, una auténtica revolución en el régimen de ocupación de vivienda causada por la falta de disponibilidad de vivienda en alquiler. Efectivamente tan pronto como entró en vigor la nueva ley, la mayor parte de las viviendas que aún no estaban alquiladas y las que iban quedando libres de inquilinos desaparecieron de la oferta optando los dueños por dejarlas vacías en lugar de sufrir la expropiación de facto. A partir de entonces, la compra se convierte prácticamente en la única alternativa factible de acceder a la vivienda para las nuevas familias. Aunque la liberalización parcial de 1984 reanimó algo el mercado de alquiler, perviven elementos de desprotección del casero sobre los que no me extenderé, pues Francisco Moreno ya lidió brillantemente con ellos en un comentario anterior.
Asimismo, el notable deterioro del parque de viviendas, que a menudo los municipios programan rehabilitar con dinero del contribuyente, encuentra su origen en semejante legislación. La mengua en la rentabilidad del propietario y la seguridad de que el inquilino no abandonará el piso, pues el precio que paga es notablemente inferior al valor real de lo disfrutado, hace que el propietario reduzca el gasto en conservación y mejora. Ese fenómeno de barrios enteros sin rehabilitar y amenazando ruina que acompaña sistemáticamente y en cualquier lugar del mundo a los controles de alquileres ha sido reconocido incluso por los economistas menos amigos del mercado: «De hecho, y si se excluye un bombardeo, el control de alquileres parece en muchos casos ser la técnica más eficaz que se conoce para destruir ciudades, como lo muestra la situación de la vivienda en Nueva York», Assar Lindbeck, La economía política de la nueva izquierda.
Además, la escasez de vivienda llevó a adoptar ulteriores intervenciones: los incentivos fiscales a la adquisición de vivienda que discriminan frente a otras formas de ahorro e inversión o la promoción de la vivienda pública generadora de agravios comparativos, corruptelas y, por necesidad, crónicamente incapaz de satisfacer toda la demanda.
Contemporáneamente con todas estas medidas, la segunda mitad del siglo XX fue testigo de la completa entronización del papel moneda gubernamental –y sistemáticamente envilecido– como signo monetario. También en este punto los particulares se vieron obligados a adaptarse a la situación. Conforme la gente observaba que mantener el ahorro a medio y largo plazo en papel moneda o renta fija era sinónimo de perderlo casi todo, fue creciente el porcentaje que huyó a los bienes reales y particularmente a los inmuebles urbanos donde encontraron más que decentes depósitos de valor para sus ahorros. Se ha convertido en un lugar común entre los españoles –a mi juicio, inexacto y peligroso con las valoraciones actuales– aquello de que «los pisos nunca bajan».
La situación española del último lustro se ha visto agravada por la expansiva política monetaria del Banco Central Europeo que situó los tipos de interés en el entorno del 2% para «fomentar el crecimiento» en plena ebullición de la economía española. Será bueno recordar que esta intervención fue resultado de presiones políticas desde el campo más radicalmente keynesiano que denunciaba la independencia de los bancos centrales y su falta de sensibilidad social.
En último lugar, pero no menos importante, un urbanismo completamente hostil a cualquier liberalización del suelo y en general infectado de socialismo y ecologismo hasta el tuétano acaba por completar el desolador panorama. Baste como muestra de tales despropósitos la última promesa de la otrora liberal presidenta de la Comunidad de Madrid, que se apunta a aquello de «hiper-restringido el suelo ahora vamos a por el vuelo».
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