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La España de la que huimos

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Jean-François Revel afirmó en su libro La gran mascarada que lo que marca el fracaso del socialismo no es la caída del Muro de Berlín, sino su construcción. Ésa, añade, era la prueba de que había alcanzado un punto de descomposición tal que se veía obligado a encerrar a los que querían salir para impedirles huir. En general, no hay señal más nítida del colapso de un sistema que la salida de sus habitantes. Algo similar ocurre hoy en España. Circula un dicho terrible que dice que quienes terminan la carrera universitaria en España sólo tienen tres salidas: por tierra, por mar o por aire.

España ha dado un completo vuelco a sus tendencias migratorias. The Economist publicaba recientemente un artículo titulado "Una gran migración" sobre cómo hemos pasado de recibir una importante inmigración neta a que sean los propios españoles los que se están yendo. Según un informe de Adecco que analiza datos del INE, desde el inicio de la crisis hasta final de 2012, alrededor de 400.000 españoles se han ido a trabajar al extranjero. El informe añade algo especialmente grave: los que se están yendo son principalmente jóvenes altamente cualificados. Y a eso hay que sumar que de los que van quedando, completamente infrautilizados y con la moral por los suelos, dos de cada tres están buscando activamente trabajo fuera de España. Los jóvenes españoles se dividen, en resumen, entre los que se han ido y los que quieren irse. Como decía el artículo de The Economist, España está perdiendo precisamente a aquellos a los que más necesita para refundar su economía.

No es difícil darse cuenta de que España, como sistema económico y social, ha colapsado de manera espectacular. No sólo porque más de un 27% de quienes quieren trabajar no pueden, ni porque el 57% de los jóvenes está en el paro. Es que España se ha convertido en un país en el que para los jóvenes es casi imposible ganarse la vida. Los impuestos, trabas e ineficiencia institucional asfixian toda actividad productiva y emprender se ha vuelto un acto suicida. Hasta el más optimista ve con claridad que vivimos en un sistema disfuncional, pero cuando miramos desde dentro a menudo no es fácil darse cuenta de por qué. A veces buscamos excusas o cabezas de turco y nos negamos a ver lo que tenemos delante de los ojos. Como dijo Marshall McLuhan, si preguntaras a un pez por el agua en el que nada te respondería: ¿qué agua?

Una de las cosas que me parecen más llamativas es cómo la política se ha tragado literalmente a la economía. Pruebe a leer la sección económica de cualquier periódico y descubrirá que ya no hay noticias económicas, sino que todo son declaraciones de políticos y decisiones de burócratas. En países como Estados Unidos, aunque también con altas dosis de política, la información económica es continua, sobre empresas, negocios, inversiones y mercados. En España, palabras como esas cuatro son casi tabú. Si no es para demonizarlas no pueden ni mentarse. Hemos creado un clima que no invita precisamente a generar riqueza.

Dice el Profesor Huerta de Soto que tal vez lo peor de las burbujas no sean las distorsiones reales en la economía, sino la anestesia moral que se inocula en la población. Hay dos ideas muy nocivas que se han asentado profundamente entre los españoles durante los años del boom y que ahora están ahondando la depresión. La primera es que nos hemos creído que la vida consiste en pedir. Exigimos al Estado que nos los proporcione todo. Desde las necesidades más esenciales hasta las más accesorias, desde un sueldo básico o la vivienda hasta el ocio, la cultura, el deporte o las fiestas. Es como si creyéramos que las cosas que nos gustan preexisten y que simplemente tiene que venir alguien a entregárnoslas. No es así. Para disfrutar de todo lo que demandamos primero tenemos que producirlo, y para ello hay que trabajar, estudiar, ahorrar, emprender y esforzarse. Cuando exigimos algo al Estado lo que realmente le estamos pidiendo es que obligue a otras personas a que nos lo proporcione. No es necesario analizar muy a fondo por qué ese sistema no puede funcionar.

La segunda idea venenosa es que lo normal es la burbuja. Por eso cuando la burbuja estalla, nos volvemos hacia los políticos para exigirles que la vuelvan a poner en marcha. Creemos que el Gobierno puede pulsar un botón y la riqueza aparece como por arte de magia. O que el Estado es como un motor al que echas gasolina y la economía vuelve a arrancar. Pero lo que en realidad estamos haciendo es obligar a ciudadanos arruinados, en plena depresión, a entregar al Estado la mayor parte de sus recursos con la excusa de "estimular" la economía. La realidad es que el Gobierno no es un motor, sino una hoguera, una pira. Es un mecanismo que quema los recursos, los despilfarra a manos llenas y los convierte en ceniza. Cuanta más gasolina echemos, más grande y destructivo se vuelve, y más se empobrecen los ciudadanos.

En España, al igual que en otros países que se embarcaron en el mismo camino, hemos creído que podíamos diseñar a golpe de ley un jardín del edén, un paraíso de superabundancia de recursos. Creíamos haber conseguido múltiples "derechos sociales", que quiere decir que los políticos habían plasmado en sus leyes que tenemos derecho a recibir de otros muchas cosas por el mero hecho de existir. Pero el jardín del edén no existe. La realidad es que los recursos son escasos y cuesta mucho producirlos. La única forma de poder disfrutar de manera sostenible de tantas cosas como demandamos es mediante la cooperación voluntaria, el respeto a la propiedad privada y los contratos libres. En España hemos dejado de lado estos principios básicos y nos hemos limitado a disfrutar del botín. Creíamos haber construido un paraíso y el resultado ha sido este infierno económico, un lugar donde es muy difícil ganarse la vida. Hemos engendrado un país del que, hasta nuevo aviso, los jóvenes están huyendo.

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