Uno de los mayores peligros que nos acecha a los liberales es que nos acomodemos al calor de una evidencia: hemos ganado la batalla ideológica. Sabemos que tenemos razón y todas las pruebas están a nuestro favor: no sólo el mundo libre ganó la Guerra Fría y aplastó la utopía colectivista en 1989, sino que en cualquier parte del mundo donde se mire, la libertad y el capitalismo van de la mano del progreso. Y cuanto más se aplica el ideario liberal, más riqueza, bienestar y calidad de vida alcanzan los ciudadanos.
Sin embargo, esto no significa, ni mucho menos, que hayamos ganado la pelea en el orden práctico. El intervencionismo ha desarrollado una exquisita técnica para mantener su asfixiante presencia en nuestras vidas: la excusa. Sería algo así como: “tienes razón, pero en estos momentos no puede ser por…”. O “tienes razón, pero es demasiado radical, tendríamos que aplicarlo en varios pasos…”. O, incluso, “tienes razón, pero aquí no puede aprobarse por…”.
En los últimos días, hemos visto numerosos ejemplos. El Gobierno admite que el mercado de trabajo español es rígido y que la estructura actual de la legislación laboral, heredada del franquismo, ha provocado cinco millones de parados. Pero luego, no plantea una reforma en profundidad porque es importante mantener “la paz social”, hay que hacer los cambios de “forma gradual” o tenemos que proteger a los “más débiles”.
También acepta, en teoría, que la sociedad civil es más es más eficiente que el Estado en la provisión de bienes y servicios, pero eso no es óbice para detener el proceso de privatizaciones de Aena, Renfe o Loerías porque en estos momentos “no se dan las condiciones requeridas en el mercado”.
Y no es una cuestión privativa de los políticos. En las encuestas, un porcentaje muy alto de los estadounidenses dice estar de acuerdo con los planteamientos de Ron Paul. La mayoría de sus propuestas reciben una cálida acogida entre el público, los analistas y muchos de sus propios compañeros. Pero luego se tiene que conformar con un 20% de voto en el Partido Republicano y los medios le llaman radical. Vamos que, una a una y en el terreno teórico, las medidas que propone están muy bien, pero aplicarlas sería propio de un loco peligroso o un idealista sin apego a la realidad.
De esta forma, los intereses creados van consolidando su poder, dándonos las migajas de su condescendencia. Parece que cumplen aceptando que en teoría es malo subir los impuestos, mantener las subvenciones a todo tipo de colectivos o aplicar leyes que en privado admiten que sólo sirven para entorpecer a la sociedad civil. Les gustaría no tener que hacerlo, pero son “pragmáticos”, “prácticos” o “realistas”. Y a nosotros se nos queda cara de tontos: nos dan la razón y hacen exactamente lo contrario de lo que se supone que es lo correcto.
Los ejemplos de cómo prosperar de forma rápida y duradera se cuentan por miles. Desde Hong Kong hasta Suiza, pasando por Luxemburgo o Liechtenstein. Pero claro, esto son excepciones, nos dirán. Son países muy pequeños o con otra cultura. Ya les estoy escuchando: “Aquí no se podría hacer lo mismo; si tenéis razón, pero a ver quién es el guapo que se atreve con los sindicatos o los artistas o ese sector tan estratégico…”. Y los que nos cuentan esto se suponen que simpatizan con nosotros, incluso se llaman a sí mismos liberales. Casi prefería cuando directamente ignoraban nuestras propuestas o las enfrentaban, al menos entonces estaba claro que había que plantear batalla.
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