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La Ilustración ha muerto. ¿Descanse en paz el liberalismo? (I)

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“El hombre es la medida de todas las cosas”. Hace casi 25 siglos que el sofista Protágoras acuñó este aforismo. Un aforismo que, ciertamente, se presta a diversas interpretaciones, desde el relativismo extremo (cada uno tiene su verdad, o cada individuo es la medida de la verdad para sí mismo), al más genérico y razonable planteamiento de Goethe, en el sentido de que existe una medida común, presente en todos los hombres individuales, para valorar las cosas y para atribuirles significado. Sea como fuere, todas las formas de interpretar el aforismo de Protágoras tienen un denominador común: la verdad, la medida de las cosas, no hay que buscarla fuera del hombre, sino en el hombre mismo, ya sea a título individual o colectivo.

El aforismo, o lema si se quiere, de Protágoras, casi diametralmente opuesto al planteamiento de Platón (que podría resumirse en que la medida o la verdad de las cosas es externa e independiente del hombre), fue corregido y aumentado primero por el Renacimiento –que desempolvó del desván de la Historia la cosmovisión materialista, apolínea y a la vez dionisíaca, del espíritu pagano–; y después por la Ilustración, que en su clímax, la Revolución Francesa, elevó a la categoría de divinidad absoluta la facultad más noble, aunque quizá la más débil, del ser humano; esto es, la capacidad de conocer en general y, más concretamente, la capacidad de conocerse a sí mismo.

Kant, una de las cumbres del pensamiento occidental, proclamó en ¿Qué es la Ilustración? la mayoría de edad de la Humanidad (el célebre sapere aude), anunciando la paz eterna universal, no tanto por la vía del cumplimiento de los Diez Mandamientos, sino por medio del Estado de Derecho, de la Educación, de la Ciencia, de la democracia representativa, del libre comercio y de la presunción de racionalidad aplicada a todos los individuos. Muy pocos años antes, y animado del mismo espíritu, Adam Smith había publicado La riqueza de las naciones, típica obra ilustrada, donde acuña el célebre y fértil concepto de la “mano invisible”, o lo que es lo mismo, la capacidad natural de autoorganización y tendencia al equilibrio dinámico de los grupos humanos que un siglo antes Isaac Newton había predicado de la materia y de los astros en los Principia Mathematica. La antigua doctrina de la Providencia activa, sustentadora directa del orden y el equilibrio en las cosas celestes, terrestres y humanas quedaba arrinconada como antigualla oscurantista. Dicho en otras palabras, para conservar y mejorar el orden social ya no era necesario observar ciertas normas morales emanadas de o dictadas por seres trascendentes: la compensación de fuerzas opuestas (el principio de la competencia, o la “mano invisible”), como muestran las leyes de la Dinámica de Newton en lo material, reconducirá a la senda del equilibrio dinámico cualquier perturbación del sistema, ya se trate de un sistema físico o, por analogía, de un sistema social.

Consecuentemente, justo un siglo después de Smith y Kant, y dos siglos después de Newton, Nietzsche, en La gaya ciencia, levantaba el acta de defunción de lo religioso en los asuntos humanos y la inauguración de la era del superhombre, del hombre libre de todo tipo de ataduras (religiosas, morales, materiales, sociales y culturales); esto es, del sapere aude al potens aude tras un siglo, el XIX, de fermentación de las doctrinas emanadas de la Ilustración. Una era plenamente faústica que duró otro siglo, el XX, el de los avances científicos y técnicos más asombrosos en la Historia de la Humanidad, el siglo en que la población mundial se multiplicó por cuatro y la esperanza de vida por dos. Y al mismo tiempo, el siglo de las religiones políticas, de los totalitarismos, de los genocidios programados, de la guerra total y de las armas de destrucción masiva.

Y casi exactamente un siglo después de La gaya ciencia, esta vez un francés, Jean François Revel, contemplando el ya moribundo siglo XX y cerrando el ciclo iniciado por la Ilustración y la Revolución Francesa, levanta a su vez, muy a su pesar, en El conocimiento inútil, otra acta de defunción, la de la hermosa utopía ilustrada que tan elocuentemente expresó Kant, basada en la Razón, en el Derecho y en la Ciencia. Por las mismas fechas, Hayek, ya en las postrimerías de su vida, publicaba La fatal arrogancia, obra destinada a dar la puntilla a un socialismo, real y teórico, ya moribundo. Y esa puntilla vino, no de los afilados instrumentos de la razón ilustrada, sino de una enigmática frase que, ya en su significado literal, apunta a la raíz del problema, y que da título al primer capítulo del libro: “Entre el instinto y la razón”. En otras palabras, Hayek ya pone de relieve la insuficiencia del instrumental ilustrado para comprender los fenómenos y las dinámicas sociales. Así, viene a decirnos Hayek al final de su vida que, ciertamente, el sueño de la razón puede producir monstruos, como Goya ya nos advirtió en sus grabados; pero la razón insomne, desnuda, sin otra referencia en la que apoyarse más que en ella misma, produce monstruos aún más temibles.

Casi al mismo tiempo que estos dos gigantes del pensamiento del siglo XX constataban, cada uno desde su punto de vista, y aun a su pesar, el agotamiento del programa ilustrado, caía con estrépito el Telón de Acero, es decir, el último gran experimento inspirado en la Ilustración (el primero fue la República de los Estados Unidos, que vio la luz al mismo tiempo que se publicaba La riqueza de las naciones). El júbilo, más que justificado, con que fue recibido el acontecimiento, que ya comienza a ser lejano en el tiempo (no en vano, ya ha transcurrido más de una generación), impidió calibrar tanto sus consecuencias como, sobre todo, su más profundo significado, ya esbozado en parte por Revel y por Hayek, como se acaba de señalar; y también, diez años antes, por Aleksandr Solzhenitsyn, en su célebre conferencia en Harvard.

Treinta años después, una vez sublimada la polvareda provocada por la caída del Muro de Berlín, puede decirse que aún no se han extraído las lecciones más importantes, a pesar del terrible aviso del 11-S con que se inauguró el siglo XXI tras esa segunda Belle Époque que transcurrió en la década de los 90, donde parecía que, por fin, iba a hacerse realidad la feliz utopía ilustrada, la de un mundo en paz, en armonía y en constante progreso basado en la Razón, en la Educación, en el Derecho, en la Ciencia, en la democracia liberal, en la división del trabajo internacional y en el libre comercio. Hoy es fácil ridiculizar a Fukuyama, pero en 1992, la fecha en que se publicó El fin de la Historia y el último hombre, la tesis de la democracia liberal como único sistema político posible y viable, y su correlato económico, la división internacional del trabajo, también conocida como globalización, que presidió las cancillerías y las universidades occidentales en la década final del siglo XX, era poco menos que incuestionable.

Desgraciadamente, como ya se ha dicho, el 11-S nos despertó a todos, abruptamente, de ese feliz sueño, para devolvernos a una realidad líquida, casi gaseosa. A un mundo multipolar, tanto en lo político como en lo religioso, lo ético, lo cultural y hasta en lo científico –la climatología es el caso paradigmático, aunque no es, ni mucho menos, el único en el ámbito científico–, donde todo en principio es posible, razonable, esperable y respetable; pero donde en la práctica nada es posible, razonable, respetable ni esperable, salvo la constante tendencia, acelerada en los últimos años, al recorte de la libertad individual en aras de presuntos bienes comunes en forma de nuevos y voraces Moloch (el agotamiento de los recursos naturales, el cambio climático, la preservación de la salud, la lucha contra el narcotráfico y el blanqueo de capitales, la biodiversidad, la ideología de género, la ideología de raza, etc.), que poco tienen que ver con los magnos objetivos ilustrados, mucho menos con el mandato del Génesis (creced y multiplicaos), sino más bien con un nihilismo apocalíptico que ya ha tenido lugar en otras épocas de la Historia, y que es, a su vez, uno de los síntomas más claros del agotamiento de una cultura y de la civilización a la que ésta dio lugar, como ya observó Spengler hace un siglo en La decadencia de Occidente.

Un mundo turbulento e incierto que contrasta llamativamente con la solidez granítica, al menos en apariencia, de los antiguos bloques políticos heredados de la posguerra mundial. En definitiva, un síntoma más de que ese mundo racional, ético y científico basado en la Razón ilustrada, hoy ya no es más que, parafraseando de nuevo a Spengler, un bicentenario árbol seco al que se adhieren efímeras trepadoras oportunistas en busca de una luz y un soporte que son incapaces de procurarse por sí mismas. Un cadáver erecto del que se aprovechan las plantas parasitarias dándole una falsa apariencia de lozanía y verdor, pero que ni crece ni deja crecer a las plantas y los árboles de provecho que, en el suelo del bosque, pugnan por algo de luz y algo de alimento.

Y esto nos lleva directamente a una dolorosa pero necesaria pregunta. Si la Ilustración se ha agotado, el liberalismo, su hijo más noble, su hijo predilecto, ¿no se habrá agotado también?

Volvamos todavía, por un momento, al aforismo de Protágoras: si el hombre es la medida de todas las cosas, para conocer la medida de las cosas, primero habremos de saber qué es el hombre, o al menos tener una pretensión de conocimiento más o menos ordenada y coherente acerca de él. Más que un juego de palabras, esta es, o más bien debería ser, la cuestión central en todas las ciencias humanas, particularmente en las ciencias sociales: acertar cuanto sea posible con la antropología, porque sin una buena antropología, no se hace ciencia, ni se propician sociedades armónicas sino, a lo más, ideologías y agendas políticas cuyo objetivo, mediato o inmediato, es el dominio sobre otros en provecho propio, no la armonía o el verdadero progreso.

Sin embargo, en lugar de eso, el viejo aforismo de Protágoras parece haberse transmutado en nuestros tiempos en algo así como “Las cosas son la medida de todo hombre”. De ahí que la erística –el arte de aparentar que se lleva la razón, se esté o no en lo cierto–, fundada precisamente por Protágoras, y su descendiente directa, la propaganda, hayan sustituido, primero en el ámbito cultural, después en el político, luego en el económico y por último en el científico, a esos serenos, sesudos y sosegados debates y análisis en busca de lo bueno, de lo verdadero y de lo bello, que han caracterizado a la Filosofía occidental desde sus inicios.

La política, la economía y las finanzas, tanto en la teoría como en la práctica, son hoy apenas algo más que imagen y propaganda, un producto más de consumo masivo donde lo importante es la apariencia, no el contenido; pues no se busca lo verdadero, sino lo atractivo o, peor aún, lo que es beneficioso únicamente para los intereses y objetivos de élites muy reducidas. Las ciencias naturales, particularmente la biología y su hija más querida, la ecología, han dejado de ser la ciencia que estudia los seres vivos y sus interacciones en el medio natural para convertirse en una neorreligión apocalíptica (un mal remedo de la “religión de la humanidad” que ya entrevió Auguste Comte, el mismo que, por cierto, acuñó el concepto de “Física social”, edulcorado después con el eufemismo “Sociología”) que, en su forma más extrema y más política, trabaja activamente por la llegada de un nuevo mesías en forma de gobierno mundial destinado a actuar como sanedrín de un nuevo culto neolítico a la Madre Tierra, con derecho a lapidar social o incluso físicamente a los disidentes; y a dilapidar, si es preciso, veinticinco siglos de civilización occidental. Consecuentemente, las ciencias sociales, después de haber sido durante un siglo y medio el campo de batalla ideológico por excelencia, han acabado degenerando, en mayor o menor medida, en un conductismo pedestre cuando no en mera zoología aplicada a los grupos humanos.

En pocas palabras, ese retruécano sobre el aforismo de Protágoras, lejos de ser una hipérbole más o menos ingeniosa, es en realidad el auténtico lema de nuestro tiempo: el de un descarnado materialismo cultural, científico, técnico, sociológico y antropológico (la otra cara de la moneda, por cierto, del relativismo moral) típico de las culturas en avanzado estado de decadencia que ya han dado el primer paso hacia su descomposición, camuflada, eso sí, bajo la bandera de la libertad individual. O dicho de otro modo, partiendo de la mayoría de edad de la Humanidad, de la Razón autónoma y del libre examen y juicio individual de la Religión, de la Cultura, de la Moral, de la Ciencia, de la Política y de la Economía, tras doscientos años hemos desembocado prácticamente en el opuesto simétrico o, si se quiere, en el estado natural del hombre, que nada tiene que ver con las fantasías de Rousseau: el hombre, en su estado natural, y privado de referencias trascendentes que le ayuden a ordenar su vida y su acción, es un ser alienado, encadenado a sus propias pasiones, sujeto a fuerzas y poderes que no comprende ni puede controlar, y que tampoco puede resistir ni combatir, y que depende de la benevolencia, del criterio e incluso del permiso de los nuevos chamanes para proyectar su acción en el mundo. Porque, en definitiva, eso es lo propio del hombre, lo que le distingue del resto de los seres vivientes: la acción consciente. La acción humana con unos propósitos u objetivos concretos, propósitos u objetivos que nacen de lo adquirido a través de la educación y de la cultura en la que crecemos y nos desarrollamos.

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