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La invasión de Fukushima

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Como he comentado alguna vez en estas páginas, me pasé varios años de mi juventud defendiendo la energía nuclear de los ataques absurdos que recibía a principios de siglo. Terminé de tirar la toalla después del bautizado por la prensa “Desastre de Fukushima”. Y no porque el accidente de aquella central nuclear me abriera los ojos a los peligros de esta fuente de energía, sino porque contemplar cómo la prensa consiguió que las quince mil muertes del tsunami fueran eclipsadas o, directamente, atribuidas al accidente nuclear me dejó bien claro que estaba ante un reto imposible.

Como dijo el maestro Antonio Escohotado: la verdad se defiende sola, la mentira necesita ayuda del gobierno. Así que, aunque algunos tiráramos la toalla hace años, la energía nuclear ha seguido siendo fundamental para que los países occidentales tengan un suministro eléctrico viable, sobre todo si el carbón sale de la ecuación por el cambio climático. Es una verdad que no se ha querido ver, pero que no tiene problema en hacerse presente con detalles tan importantes como que estoy escribiendo en un ordenador que consume electricidad a 400€ el MWh, mientras leo docenas de artículos que detallan el negro panorama que se abre para Europa una vez que el gobierno alemán ha tenido que renunciar al gas ruso.

¿Y por qué hemos ignorado una verdad que se hace evidente de forma tan clara? O, dicho de otra manera, ¿quién ha ayudado a la mentira?

Se empieza a hablar de la posibilidad de que la empresa rusa de gas Gazprom haya estado subvencionando a lobbies y activistas antinucleares europeos. Es bastante posible, sí, pero si ese fuera el único factor ni yo, ni otra mucha gente, habría tirado la toalla en 2011. Ninguna empresa, por poderosa que sea, es capaz de conseguir que mueran quince mil personas y que el foco se ponga en una central nuclear donde no murió nadie.

Podemos caer en la tentación de focalizar en exceso a Putin y su régimen, como una especie de Soros que todo lo explica, o podemos seguir atendiendo a los hechos, y entender que una vez pase el subidón de las primeras semanas de invasión, todas las malas ideas, y la estructura que la sustentan, van a seguir ahí. Y nada de eso está fuera de nuestras fronteras.

Existe un precedente muy cercano; hemos dejado que quienes negaban la utilidad de las mascarillas en marzo de 2020, fueran los que lideraran la comunicación durante toda la pandemia. El resultado es que, después de aplaudir durante semanas, se han prolongado las medidas restrictivas mucho más allá de lo razonable, y hemos sufrido la mayor pérdida de libertades en cincuenta años. Con una parte de la población con claros daños psicológicos que van a tardar décadas en superar.

Que a nadie le quepa la menor duda de que si los que nos narraron Fukushima, llevando al gobierno alemán a terminar de desistir de la energía nuclear, son los encargados de liderar la independencia europea del gas ruso, el desastre está más que garantizado.

Vamos a tener un mes de banderitas, Give peace a chance en la radio, declaraciones pomposas, y orgasmos periodísticos con el presidente ucraniano, para que después nos pasen el rodillo de los consensos por encima, y seamos aún menos libres de lo que somos hoy.

Sería bueno asumirlo ya, y utilizar estas semanas para intentar enfocar la marea sentimental a algo que sea útil, como purgar alguna mala idea de nuestra mente colectiva: necesitamos la energía nuclear. Y sí, no solo la energía nuclear, pero por algo se empieza. Si no somos capaces de sacar al menos esto de la montaña de excrementos que se nos viene encima, ya podemos asumir que Putin va a ser el menor de nuestros problemas.

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