Una constitución es siempre un instrumento que se somete a los avatares del tiempo, sus cambios y trascendencias, pero que sobrevive a pesar de los conflictos y el transcurso de las generaciones. Es un acuerdo que se comprometen a cumplir un conjunto de ciudadanos y representantes públicos, más allá de los episodios de una época y de los cambios políticos, sociales o económicos que puedan surgir por los conflictos o las revoluciones sobrevenidas por causas diferentes. En síntesis, este pacto tiene su origen en la conciliación, el compromiso y el encuentro entre diversas visiones de la vida y formas de ver el mundo y comprenderlo.
Ese es el principio bajo el cual se rige la medida hecha para las costuras de una constitución. Vivir en sociedad implica un esfuerzo cotidiano, entender ello supone una virtud que los legisladores o asambleístas deben comprender en el momento de construir una alternativa o cuando tienen la competencia para reformar lo ya establecido, porque la experiencia histórica muestra que es plausible una reforma que pueda ser mejor adaptada a un entorno de cambio o necesidad que un cambio radical que siempre implica empezar de cero, de más está contar en estas líneas las experiencias vividas en Venezuela, Bolivia o Ecuador en este sentido.
No se trata, en consecuencia, de esgrimir un ‘experimento social’ con pretextos caprichosos y arengas hostiles que lo único que demuestran son la verdadera intención detrás de una propuesta que en un primer acto parece una oportunidad de cambio en positivo, de desarrollo y de fortalecimiento de la igualdad, pero que esconde una turbia reforma motivada desde la ideología y la política pura y dura.
A pesar de que en 2020 la mayoría de los chilenos votaron a favor de la redacción de un nuevo proyecto constitucional, el domingo pasado el fervor nacido entonces de ese deseo ha sido contundentemente rechazo por los mismos chilenos. Una propuesta vaga, dogmática, carente de los serios desafíos a los que se enfrenta un país paradigmático en una región obstinadamente perseguida por los fantasmas del populismo, el autoritarismo y la demagogia, que desgasta la institucionalidad y pretende arrasar con la democracia.
Este proceso ha puesto sobre la mesa un problema que trasciende la realidad chilena y que es fácilmente trasladable a otros casos del continente. En concreto, pone en evidencia a unas élites políticas timoratas, incapaces de entender la realidad social y los efectos de una crisis que durará todavía un tiempo. Claro ejemplo de ello fue, precisamente, el último gobierno de Sebastián Piñera, una gestión mediocre reducida a lo administrativo y con una falta de voluntad política propia de los burócratas, cuyas consecuencias son las que hoy testificamos.
El mundo ideal basado en alharacas que promueve derechos fundamentales para todos los aspectos de la vida como a ‘envejecer dignamente’ o una ‘alimentación adecuada’, son una muestra de la improvisación y la falta de reflexión disfrazadas de oportunidad. Entonces la pregunta que nos plantemos después de leer la propuesta constitucional sería ¿qué es digno y qué es adecuado? Pero los vacíos y cuestiones existenciales no se quedan allí. La propuesta de promover un Estado plurinacional como un ideal ambicioso que no se termina de entender ni se practica en el país con el porcentaje de población indígena mayor en toda la región, como es Bolivia, único país ‘plurinacionalmente’ reconocido.
La pretensión del cambio de sistema deriva en una idea radical y sin consistencia cuando se trata de uno de los países con los mejores índices de crecimiento económico y reducción de la desigualdad del continente latinoamericano, y es una prueba del empeño dogmático de los redactores en su intención de desmarcarse de la legalidad cuando argumentan y promueven un Estado asistencial, alejado del principio de subsidiariedad que atiende, en esencia, a la preeminencia de la iniciativa individual y colectiva, la defensa de su libertad y la garantía de sus derechos frente a las estructuras inamovibles e inabarcables de un Estado burocrático que responde a los intereses de su propia oligarquía y busca –siempre– el cumplimiento de los objetivos de quien ostenta el poder público.
Probablemente, esta derrota sea la más importante de toda la gestión gubernamental de Gabriel Boric, de lo que ya va y lo que le queda, que es mucho. El presidente chileno y los constituyentes designados han pretendido ofrecer a la mayoría de los chilenos un proyecto desde la arrogancia y el desdén a esa misma mayoría, que ha respondido de forma contundente, porque una constitución no es un debate ideológico ni una revancha de un grupo social contra otro, es la base de convivencia que involucra a todos los ciudadanos y se constituye en un muro de contención frente a los autoritarismos y desavenencias del poder en todos los ámbitos. La violencia, el discurso de odio y la polarización nunca son tierra óptima para promover una iniciativa de esta magnitud. Esto se construye desde la institucionalidad y el diálogo, no desde el activismo. El radicalismo ideológico nunca será un asidero para una democracia y un futuro compartido e inclusivo. Boric se enfrenta a un paradigma existencial para la propia supervivencia de su proyecto y el de Chile: la imposición o el consenso. Y esperemos que no caiga en el bucle bolivariano.
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