El mapa fue concebido como una guía, una representación simbólica del territorio. En tanto tal, su significado siempre tuvo un sentido de dominio del entorno y, especialmente, de dominio político de las poblaciones asentadas en el territorio. Como Miguel Anxo Bastos identifica acertadamente, el mapa es la simulación sobreponiéndose a la realidad, la elaboración simbólica que los personajes dominantes imponen a los dominados para que éstos legitimen su sumisión. Al término de esto, aunque es cierto que el territorio, especialmente el territorio no humanizado, impone su realidad a la del mapa, la progresiva configuración humanizada de más y más extensiones de Naturaleza, convierte a ésta en subsidiaria del símbolo, del mapa.
El incremento exponencial de la complejidad social supone que las capas de símbolos, superpuestas a la realidad en escalones inmediatos, van multiplicando ese solapamiento de unas a otras formando redes de metasímbolos donde una jerarquía dinámica de modelos conectados crecen en todas direcciones, justificándose a sí mismos, orientando las acciones y aumentando su distancia con lo que anteriormente percibíamos como realidad. Las autorreferencias de los cada vez más complejos sistemas simbólicos de las redes sociales de comunicación terminan por evidenciar claramente lo que ahora sabemos lleva ocurriendo desde los albores de los intercambios sociales, bien voluntarios, bien forzados: que el mapa precede al territorio y no al contrario. Hayek acierta cuando dice que la ciencia no estudia la realidad, sino la representación mental de la realidad. Apunta también, al igual que el resto de le Escuela Austriaca, que tal representación es configuradora de la misma realidad con lo que representación y realidad parecen confundirse. Es más, es la representación lo real, lo que mueve a la acción.
Pero lo que esto nos lleva a concluir es que, aplicando un filtro moral liberal, la resultante de esto es ambigua. Por un lado, podríamos argumentar que en esta complejidad, autoorganizada en su conjunto, el factor involuntario supera al planificado y al impulsivo, que ni la razón ni el instinto son las fuerzas más influyentes, sino que es algo poco consciente pero suficientemente represor del instinto lo que configura las redes neuronales, en el cerebro y las institucionales, en la sociedad. Pero es altamente cuestionable que, por más que los liberales aportemos esos filtros éticos, podamos negar la realidad de la mentira, la fuerza del engaño. Éste, precisamente por ser autoinfligido, por ser autoengaño, supera al control global y es autoorganizado, pero, en la medida en que las redes de símbolos se jerarquizan en torno a nodos con limitado pero evidente control del entorno de símbolos, las posibilidades de planificación limitada, de manipulación al servicio de la coacción y del dominio, la simulación del dominio, de los atributos del poder, ejerce por sí mismo un poder que parece totalmente imposible de suprimir.
Nos queda, eso sí, aspirar a que, cada vez que se pueda identificar un nodo manipulador, tal acción sea debidamente denunciada, debidamente desobedecida y debidamente disuelta en el laberinto de la fe en lo no coactivo. Y para eso, para combatir la simulación del poder, la precedencia del mapa dominante sobre el territorio, de la mentira prodominio, hemos de oponer la precedencia del símbolo de lo autoorganizado sobre lo dirigido, la mentira de la dispersión frente a la de la centralización, el antimapa disperso, frente al mapa concentrador. En definitiva, el individualismo radical frente a todo lo demás.
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