Los distintos ámbitos de alteridad deben estudiarse en función de su amplitud, pero siempre de manera inclusiva, ya que el más sencillo de todos ellos adquiere su propia consistencia en virtud de los ámbitos que le superan en complejidad.
Supongamos que la familia, o las relaciones emocionales, morales, económicas y políticas que establecemos con nuestros padres, hermanos y otros parientes, representan el marco social básico y de referencia. ¿Qué tipo de reglas morales imperan en este ámbito? ¿Qué principios y valores hacen posible su perdurabilidad y la apariencia de "armonía" de intereses? Parece obvio que el altruismo, el común interés, la obediencia, el respeto reverencial, la entrega emocional, la redistribución de la renta y el carácter comunitario de bienes y servicios definen a la familia. Estos valores y principios son más próximos al instinto que a la razón. Precisamente en esa gradación se ubican el resto de reglas que hacen posible la integración del individuo dentro de ámbitos de interacción cada vez más amplios.
En cuanto a las relaciones de amistad, en función de su intensidad, desdibujan progresivamente el tipo de vínculo familiar. Aunque permanezca casi intacto el carácter atávico y primordial, a medida que el trato se encuadra con mayor intensidad en parámetros sociales que son menos emocionales, la amistad permite que los individuos no supediten directamente sus preferencias y objetivos particulares.
A medida que la amistad queda diluida en otro tipo de interacciones, como las que se tiene con socios, compañeros de trabajo, proveedores habituales, etcétera, el individuo abandona casi por completo los sentimientos primarios que hacían posible su pertenencia ordenada, pacífica y satisfactoria a una familia, para acabar en una moral social capaz de resolver satisfactoriamente la interacción con desconocidos.
La moral que define y posibilita la sociedad extensa tiende a distanciarse del sentimiento atávico, lo que no implica que pueda racionalizarse por completo hasta el punto de permitir el diseño inteligente de las reglas que la constituyen.
El fundamento ético del orden social es coincidente con el que impera en las relaciones íntimas, si bien la moral que lo envuelve diluye por completo los valores y principios colectivistas que sí dominan en dichas relaciones. Precisamente es ese núcleo ético fundamental lo que vertebra y hace posible la integración moral a distintos niveles de proximidad/amplitud y afecto, sin que el ámbito más complejo e individualista pierda los rasgos que posibilitan la convivencia pacífica y ordenada entre desconocidos.
Los conflictos generan soluciones, y son la fuente de las reglas que hacen eficiente y previsible la interacción. El carácter íntimo y cercano en el ámbito familiar permite que las expectativas cuenten con un punto de complicidad o certidumbre que resulta imposible cuando el vínculo emocional queda absolutamente diluido. El mutuo reconocimiento, sin embargo, es una constante en toda alteridad ordenada y pacífica. El individuo define su verdadero ámbito de autonomía en las relaciones que alcanza fuera del seno familiar, y es ahí donde pone en práctica sus habilidades e incentiva su función empresarial, donde explora posibilidades y agudiza más el ingenio. Será en este estadio social cuando reglas y principios adquieran la irresistibilidad de la rectitud.
El Derecho aparece como aquel conjunto de reglas generales y abstractas orientadas a la resolución de los conflictos de interés que afectan a la integridad, la dignidad, la propiedad o el cumplimiento de los contratos voluntarios. La irresistibilidad se extiende abarcando parcelas adyacentes, incluso absorbiendo algunas reglas estrictamente morales. El Derecho se convierte en un instrumento de ordenación, y los límites entre la moral y lo jurídico señalan el punto de flexibilidad y adaptabilidad de cierto orden social respecto del continuo cambio que impulsa la expansión de conocimiento e información que es propia de la sociedad extensa.
Las reglas morales que permiten la interacción social fuera del núcleo íntimo de la tribu son necesariamente distintas a las que resultan aplicables en el entorno familiar o de mayor proximidad emocional. La sociedad extensa se vertebra en torno a unos principios fundamentales que son comunes a todos los niveles de alteridad. A medida que el individuo se aleja del seno familiar, aumenta la complejidad de estas normas así como el carácter individualista de las mismas. Cada vínculo e interacción tenderá a definir la respuesta más eficiente entre los intereses y expectativas en juego. La articulación competitiva y evolutiva de estas reglas contribuye al proceso de institucionalización. Pese a ello, ni siquiera la apariencia expresa de dichas reglas, por muy lógica y coherente que resulte, permite su completa sustitución por un ordenamiento racional.
De todo lo explicado se derivan varias conclusiones. La moral colectivista del núcleo más íntimo, tribal o familiar no sirve para ordenar la interacción social entre desconocidos. Existen unos principios éticos individualistas que rigen con distinta intensidad todos los niveles de alteridad, desde el ámbito más íntimo a las relaciones sociales más dispersas. Supone un gravísimo error intelectual elevar los rasgos colectivistas de la moral tribal hasta afirmar una ética que contradice la mera posibilidad de una interacción pacífica y provechosa a un nivel mucho más amplio de alteridad. La moral individualista posibilita la extensión social. Al mismo tiempo, en los ámbitos más íntimos de interacción, pervive la moral colectivista, que coincide con la moral individualista en un núcleo ético común que hace posible la sociedad abierta.
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