Paz significa libertad, no que la población sea vencida exitosamente por el Gobierno.
Hay dos instancias en las que se asigna una importancia exagerada, en mi opinión, al derecho internacional. Una ocurre a continuación de la derrota del nazismo, cuando se empieza a elaborar la doctrina de los derechos humanos como la idea de que, independientemente de los sistemas políticos y la filosofía y ética que las inspire, el ser humano tiene unos derechos universales. El problema fue que entre los vencedores estaba un régimen que podía asimilarse en totalitarismo al propio nazismo, que era la Unión Soviética. De manera que las definiciones quedaron ambiguas y a partir de entonces la doctrina de los derechos humanos marchó por la vía o de la ambigüedad o de la visión socialista, antiderecho, de un Estado que no es considerado peligroso sino fuente de la felicidad, al que no hay que maniatar mediante derechos, sino al que hay que desatar para que los imponga quitándoles a unos y dándoles a otros. Así que por ahí marcha la evolución de los derechos humanos, aunque también contiene prohibiciones a la tortura y otras cosas que son rescatables, pero ese campo de los derechos colectivos ha resultado fértil para la militancia de izquierda. La razón es que su inspiración es ecléctica entre la filosofía política prevaleciente en los Estados Unidos y la del resto de los países que nunca alcanzaron su grado de desarrollo en materia de defensa de la libertad individual o ni siquiera se interesaron por ella.
La segunda instancia ocurrió a la caída del Muro de Berlín. Allí lo que apareció fue una confianza excesiva en un nuevo orden mundial (no uso esta terminología en relación a las teorías conspirativas que parecen ser la nueva denominación que se le da a la “conspiración judía mundial”, sino en su sentido literal) basado en los consensos y los acuerdos, donde a la ONU le correspondía el monopolio de la legitimación de la guerra. Esto se vio claramente cuando George W. Bush reacciona contra Afganistán después del 11 de septiembre con el respaldo de la ONU y como este organismo pretende ser obedecido respecto de Irak. Lo que sigue por muchos años es la confianza total en la diplomacia, bajo la ilusión de que el llamado derecho internacional rige al mundo, las relaciones de poder y sobre todo a los “derechos humanos”.
Pero tenemos que ser realistas respecto del derecho internacional en cuanto a normas que rigen el comportamiento de los estados. Su vigencia es relativa porque no tiene detrás un método de enforcement, sino una aparente fuerza moral, que en realidad es bastante débil como moral, justamente porque no está inspirada por una en particular y esa mixtura solo puede dar por resultado un relativismo que termina en la relativización de los derechos individuales, bajo la prevalencia en muchos casos del paternalismo como sinónimo de su vigencia. Paternalismo y derechos individuales son términos antitéticos, el primero es típico de las relaciones feudales, donde se entrega la libertad a cambio de protección, que es justamente lo que inspira a los derechos humanos cuando excedan campos como la tortura o las matanzas masivas. En esto último incluso estoy excediendo la terminología diplomática, porque justamente la definición de genocidio fue privada del componente político como inspirador de las matanzas masivas dado que eso hubiera incluido automáticamente a la Unión Soviética en el concepto de país genocida.
Es interesante que los dos momentos en los que la ilusión de que el mundo puede guiarse fácilmente mediante un derecho internacional tienen lugar después de vencidos dos regímenes en concreto que son totalitarios y opuestos no al derecho internacional, sino al derecho como es entendido en la filosofía liberal, que no es otra cosa que la vigencia de la paz, otro valor expresado de manera ambigua por los organismos internacionales y muy claramente por John Locke al definir la guerra. Paz es el respeto a los derechos individuales, no la remota instancia del enfrentamiento entre ejércitos regulares. Para ver la importancia de esta diferencia basta ver como recurre Bergoglio a un falso concepto de paz cuando llama al “diálogo” para mantenerla, cuando en términos lockeanos ya está siendo quebrantada. Para esa versión del derecho internacional, un Estado puede estar tiranizando a su población: igual hay paz porque no hay enfrentamiento militar entre países, o porque la población atacada no responde, por su debilidad, al ataque físico del Estado.
Sin embargo, esto no indica que el derecho internacional no sirva, sino que no tiene una utilidad absoluta para resolver los conflictos, dado que su fuente es la política en definitiva y carece de una clara inspiración ética. Sirven los ámbitos multilaterales mientras no se piense que eso obliga completamente a los países que respetan la libertad a adaptarse a la arbitrariedad del resto, de lo que siempre resulta lo mismo cuando se olvida: los salvajes son liberados de toda vara y los países civilizados son examinados bajo parámetros imposibles de cumplir sin renunciar a principios fundamentales. En ese terreno, el derecho internacional que rija depende de la voluntad política que prevalezca y de la militancia, podría decirse, de quienes creen en la libertad para precisar conceptos en ese terreno.
Llegamos así a Venezuela, y entonces se empieza a hablar de la idea, también ambigua inevitablemente, del “deber de proteger”, que las Naciones Unidas aceptaron a partir del año 2005 después de horrores como el de Ruanda. Darle contenido concreto a ese principio, en definitiva, es algo que depende de la actividad internacional y, por otra parte, atenerse por completo a interpretaciones del derecho internacional cuando hablamos de la vida y los derechos individuales es cederle una legitimidad que no tiene y perder la evolución del derecho de inspiración liberal en la nebulosa de la actividad diplomática que contiene excesivos compromisos.
El problema en Venezuela debe ser visto, además, en un ámbito del derecho internacional cuya fuente es la Organización de los Estados Americanos, que nacieron como defensa del hemisferio al expansionismo soviético y que ha perdido sentido en los años en los que olvidó ese norte y fue dominada por los países autoritarios del llamado socialismo del siglo XXI. Del derecho internacional americano nacen principios como la doctrina Monroe, que establece que América es para los americanos, es decir que potencias extranjeras no pueden intervenir en la región y que los países americanos se defienden entre sí. En estos momentos el régimen de Maduro extiende sus alianzas hacia Rusia y China, mientras pierde legitimidad tras la proclamación de Juan Guaidó, reconocido como el verdadero Gobierno venezolano con razones muy justas. Los derechos de los venezolanos no existen bajo el control militar de Maduro y la población ha experimentado un éxodo masivo hacia todos los países. Los países americanos se ven amenazados en su seguridad por un régimen que expande su influencia política a través de una red de corrupción absolutamente descubierta a esta altura. Venezuela está siendo colonizada a su vez por Cuba y, sobre todo, lo que se necesita es recuperar la seguridad y la paz, que están unidas a la vigencia de derechos individuales básicos. El mantenimiento de la paz es un principio liminar de las Naciones Unidas.
No hay en la posición defensiva respecto del régimen de Maduro, es decir en la justificación del uso de la fuerza, apelación alguna a intereses nacionales o asuntos de fronteras, se trata nada más de defender a su población. El argumento de que parte de la gente está del lado del régimen no tiene fuerza alguna, pues esa alianza consiste justamente en la agresión al resto de la sociedad y deben ser considerados parte de la agresión.
El Gobierno nacionalista de Brasil recurrió en el Grupo de Lima a la idea de soberanía cuando descartó prestar su territorio para una eventual incursión armada en Venezuela. Es coherente con su nacionalismo, donde la idea de soberanía está atada a una entelequia llamada nación, a la que los intereses individuales deberían rendirse, como si se tratara de una religión. Soberanía es un concepto bastante complicado para el liberalismo, porque lo único que debería hacer es sostener la idea de autogobierno, como «soberanía popular». Soberanía es, en una sociedad libre, una forma asociada a la autorregulación de legitimar al Gobierno. El Gobierno no se ve habilitado a actuar sobre los derechos individuales, ni de nacionales ni de extranjeros, por la soberanía en la filosofía liberal. En ese sentido es el régimen de Nicolás Maduro quien viola la soberanía de Venezuela en primer lugar, y los que intentan liberar al país de él son quienes buscan restaurarla. Para el nacionalismo la soberanía es una forma suelta de arbitrariedad sin otra inspiración que la irracionalidad nacionalista.
Un asunto completamente diferente es el militar. No atañe a la política ni al derecho determinar qué se puede hacer, qué se puede ganar y cuáles son los métodos para pacificar Venezuela. Pacificarla a su vez no es permitir que el cementerio de la libertad no esté alterado por el ruido de los fusiles, porque paz significa libertad, no que la población sea vencida exitosamente por el Gobierno. Simplemente reconocer la hora de lo militar es cederle a los estrategas el protagonismo para poner fin al sitio venezolano-cubano del país del modo más adecuado y menos cruento posible.
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