"La propaganda estalinista lo creó, los nazis lo perfeccionaron, y hoy se apodera y nos articula sin que muchos sean conscientes de ello. Es la perversión del lenguaje. Obsesionado por imponer su lenguaje vive el nacionalismo". Así comenzaba el polémico reportaje de Telemadrid titulado "La imposición y perversión del lenguaje". La acusación contra esos nacionalistas que aspiran a formar un Estado es clara: en su lucha por segregarse utilizan el lenguaje como arma, renombrando los conceptos y aplicando metáforas que modifiquen el marco con que interpretamos lo real.
En verdad todo el lenguaje político, sean quienes sean los actores, se basa en el uso de expresiones favorables para los propios proyectos y denigrantes para los del contrario. No solo los nacionalismos, coincidentes con un Estado o sin él, echan mano de los cambios en el lenguaje en su favor, sino que todo personaje público se aplica a ello con mayor o menor fortuna. Así, el ministro Montoro denominó "recargo temporal de solidaridad" a la subida del IRPF y "novedad tributaria" a un nuevo impuesto cuyo montante dice que destinará al cuidado del medio ambiente, añadiendo con esto último una nueva manipulación de las percepciones públicas para evitar las protestas.
Pero al margen de los manejos improvisados del lenguaje por parte de políticos en apuros, lo cierto es que el uso que de él hacen los profesantes de algún tipo de colectivismo, también el de corte nacionalista, resulta especialmente perturbador. Lo es cuando la élite que busca el poder nacional pretende convencer a los demás de que los límites de su futuro estado-nación se ajustan a una sociedad cerrada, con una sola cultura y una misma lengua. Nada más falso que esto.
La mitología que hay detrás de la idea de cultura como algo diferente a los individuos y que los determina tiene su más claro exponente moderno en la Alemania del Romanticismo y, guste o no, desembocó en el totalitarismo nacionalista del siglo XX, nazi y fascista. Por un camino alternativo, desde la idea de "clase social", el socialismo nacional y "proletario" del estalinismo culminó con una aberración similar.
En una aplicación ibérica del volkgeist germánico, el entonces dirigente del PNV, Javier Arzallus, decía que "igual que a los gallegos no se les puede robar su alma, nadie podrá robarnos a los vascos la nuestra". Lo cierto es que no existe una cultura alemana, española o catalana que encierre y determine a los individuos y los aboque a ser de una determinada manera. Esta falsedad solo tiene como fin evitar el pensamiento crítico y que, con este y por su mero ejercicio, la realidad refute una mentira.
Existen individuos con prácticas, normas, pautas y respuestas que denominamos culturales, y que siempre son abiertas a cambios e influencias exteriores en mayor o menor grado, pero no existen entes místicos que nos atrapen ni culturas que nos determinen inexorablemente. El delirio de poder es el único sostén de esa pretensión.
De igual manera tampoco existe una asociación fija entre cultura y lengua como pretenden los nacionalistas. Allí donde una élite étnica que cree representar a un pueblo mete la nariz en el idioma se repite la expresión "identidad cultural y lingüística". Dicha expresión pertenece al tipo de las que Hayek denominaba "comadreja", puesto que influye agazapada en nosotros para sostener el proyecto de poder de un determinado grupo. Salta a la vista que los individuos comparten rasgos culturales de manera cambiante y que estos no coinciden siempre con las lenguas habladas; y, sin duda, ni aquellos ni estas se ajustan a los límites de los estados-nación.
Para cerrar el círculo de la crítica al léxico colectivista, los nacionalistas y, por apatía mental, los medios de comunicación y numerosos sedicentes intelectuales, citan el término "sociedad" vinculado a un estado o a un área de estados como si con esos términos estuviéramos designando realidades. Se habla de "sociedad sudamericana", "sociedad china" y "sociedad europea" como de conceptos metafísicos que reúnen en un todo a individuos que dejan de considerarse como tales, y se los encierra en unos límites.
Es cierto que no podremos jamás sustraernos por completo a un uso generalista del lenguaje dado que seríamos incapaces de manejarnos en el mundo sin abstracciones. Lo que nunca debiéramos hacer es creer que esas generalizaciones tienen entidad propia. Siempre habrá políticos que lo pretendan, que deseen que los demás lo crean, puesto que así desarman ideológicamente a los ciudadanos y los inducen a pensar que someterse a lo uniforme es su obligación. Y no, no lo es.
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