“Es difícil imaginar una manera más estúpida o peligrosa de tomar decisiones que poniendo esas decisiones en las manos de gente que no pagan ningún precio por estar equivocados”.Thomas Sowell.
Cuando el científico David Kritchesky afirmó en los años 80 que “en América no tememos más a los comunistas o a Dios, tememos a la grasa”, reveló una verdad profunda. La América de Ronald Reagan, mientras asistía al desmoronamiento del Muro de Berlín, cimentó las bases grasofóbicas de una de las más poderosas creaciones del Gobierno americano: su Pirámide.
Mientras la oveja Dolly marcaba uno de los grandes hitos de la ciencia de finales del siglo pasado y la gran voz de Freddy Mercury se apagaba para siempre, la página de nuestros calendarios señalaba que nos encontrábamos en 1991. La nueva religión del bajo en grasas y alto en carbohidratos ya por aquel entonces daba cabida en su credo a la inmensa mayoría de estadounidenses y occidentales, especialmente tras la publicación de los textos sagrados de los Dietary Goals en 1977 por parte del Gobierno. Que aquellos Dietary Goals se promulgaran, por cierto, seis días antes del traspaso de poderes presidenciales de Gerald Ford a Jimmy Carter tuvo un doble significado: el oficial cambio radical de paradigma nutricional y un trágico consenso de republicanos y demócratas por implantar la nueva fe pagana.
En aquel proceso de implantación gubernamental, 1991 fue un año importante. Y lo fue porque el Departamento de Agricultura de EEUU (en adelante, el USDA) comenzó a diseñar lo que sería el fruto más acabado de aquella gesta intervencionista: la Pirámide Alimentaria. Para aquella tarea, el entonces gobierno de George H. Bush había designado a Edward Madigan como cabeza de la Secretaría de Agricultura. Tal como cuenta Denise Minger en Death by Food Pyramid, como si de un elefante en una cacharrería se tratara, Madigan entró en el cargo sólo dos semanas después de conocer a través de la prensa que el USDA tenía la tarea de reformar la primera pirámide provisional promulgada ese mismo año.
En el fondo, la mera idea de que había que reformar aquella primera pirámide alimentaria sólo producía sospecha: probablemente los lobbies estaban detrás. Como era de esperar, la Asociación Nacional del Ganado se sintió maltratada por ocupar un muy pequeño hueco en la Pirámide. La industria láctea, otro tanto. Visualmente, mientras la carne y los productos animales parecían quedar relegados al cuarto de atrás que nadie enseña de la casa, los cereales disfrutaban del espacio del salón-comedor principal.
Pocos días antes de que Madigan se reuniera con la industria de la carne, el New York Times añadía más leña al fuego atacando a los productos animales. El fervor grasofóbico de la masa americana se crecía por momentos, y los lobbies pro vegetarianos se hicieron fuertes solicitando la eliminación de la carne por completo de la Pirámide. En medio de aquel partido, había algo que sin duda le resultaba evidente al ciudadano medio: el Gobierno parecía antes rehén de los grupos de presión que servidor del pueblo americano.
Pero el problema real era de partida. Como afirma Marion Nestle en su libro Food Politics, “el USDA es el responsable de la agricultura. Ése es su trabajo. La nutrición no es su trabajo”. Poco después, Nestle recibió múltiples cartas anónimas de trabajadores del USDA que confirmaron que aquella pirámide estaba siendo confeccionada por los grupos de presión.
Después de un año, cientos de borradores de la nueva pirámide y casi 1 millón de dólares de los contribuyentes, se lanzó al mundo entero la nueva pirámide alimentaria del USDA. Era abril de 1992. Realmente la nueva no difería mucho de la anterior: espaguetis en lugar de macarrones, un tipo de queso algo distinto y la eliminación del cartel ‘Come correcto’ por petición de la compañía Kraft que usaba aquel eslogan. Es decir, cambios cosméticos que podría haber hecho un niño de 5 años en pocos minutos. Pero el sermón no cambiaba en lo fundamental: la Tierra Prometida estaba pavimentada no de asfalto, sino de cereales.
Aquella pirámide fue sin duda algo: un inequívoco triunfo del proceso político, que acabó con la variante anterior y de paso con la salud de millones de occidentales. El nuevo menú que prometía pantalones de menor talla y arterias más limpias no dejó, sin embargo, de cosechar críticas. Candy Sagon del Washington Post afirmó que “Los egipcios construyeron pirámides para las personas muertas. Ahora, el USDA elige la pirámide como guía alimentaria. ¿Hay aquí un mensaje?”. Cuando en 1994 el Journal of American Dietetic Association pretendió ayudar a los norteamericanos a poner en práctica aquella pirámide alimentaria, le hizo un flaco favor al USDA y al propio Gobierno: aquella terrible pirámide resultaba cualquiera cosa menos racional. Las patatas fritas o el ketchup contaban como vegetales. Aquel ridículo público consiguió que muchos nutricionistas se dieran de baja de aquella revista científica empeñada en seguir los dictados absurdos del Gobierno.
No obstante, cualquier intento de resistencia fue inútil. La nueva religión del bajo en grasas alto en carbohidratos simbolizada bajo el estandarte de la Pirámide del Gobierno tuvo un marketing arrollador. Y no era para menos: contaba con el pozo sin fondo de los bolsillos de los contribuyentes para financiarse. Como un consumidor proclamó en un grupo de estudio de los Dietary Guidelines: “La pirámide alimentaria fue parte de mi vida cuando crecí. Estaba en mi cabeza cada vez que elegía un alimento”. Desde etiquetas de alimentos, juegos infantiles, posters…, la victoria ideológica de la Pirámide se gestó a base de omnipresencia. Incluso las escuelas fueron obligadas a enseñar como el Padre Nuestro aquella Pirámide antes de pasar por la cafetería con pizzas y pasteles de manzana.
El nuevo proyecto de ingeniería social, hecho más a base de carbohidratos y política que de otra cosa, llegaba para quedarse. Pero el proceso había comenzado antes de que se pusiera la primera piedra de la nueva Pirámide. Mucho antes.
@AdolfoDLozano/ www.juventudybelleza.com
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