Todos los problemas sociales proceden de la escasez. Y el principal problema de una sociedad es la atención a aquella parte que sufre la escasez de forma más acuciante.
La sociedad está cimentada sobre la producción y la oferta. La riqueza de una familia viene de lo que pueda producir, bien para consumo propio bien para intercambiarlo en el mercado. El progreso económico, el social en consecuencia, proviene de la acumulación de capital que haga el empeño económico más productivo. Puesto que la producción (es decir, el proceso de acercar los bienes al consumidor) no es un fenómeno autónomo, sino que depende del correcto esfuerzo de cada uno, ésta dependerá precisamente de esos dos aspectos. De la corrección del esfuerzo, que esté efectivamente dirigido hacia las necesidades humanas del momento y lugar, y del esfuerzo. En ambos aspectos prima un hecho último, básico, que reside en la voluntad aunque no dependa de ella de forma automática.
La pobreza es la misma condición del hombre. Nuestra existencia primaria es miserable y frágil, y solo la producción y acumulación de los medios adecuados la ha elevado sobre la mera y brutal supervivencia.
A pesar de los seculares avances en este camino, incluso las sociedades más progresivas han contado con enormes bolsas de población elevándose ligeramente sobre la terrible marca de la inanición y la carencia de lo más básico. Por otro lado, está impresa a fuego sobre el alma humana la compasión; el deseo de aliviar las penurias del próximo. La caridad, en consecuencia, ha acompañado siempre a la historia del hombre, como lo han hecho la pobreza y el deseo de aliviar la propia y la ajena. El ejemplo más antiguo que yo pueda conocer es el del pueblo judío, que contaba con una red de atención a los más desfavorecidos.
En estos varios miles de años de historia de la compasión y la caridad hay un principio que se extrae con total claridad. El camino para aliviar la pobreza es la producción y la acumulación de capital. Y puesto que ambas dependen no de los bienes materiales sino de la actitud de cada uno, la caridad ha tendido siempre a reformar las personas más que a la atención de las necesidades por la mera cesión de bienes o rentas. Las organizaciones caritativas del XIX, por coger el ejemplo más perfecto, no solían dar dinero sino bienes poco líquidos pero que sirvieran a las necesidades reales de los pobres. Y en cualquier caso se tendía a que la caridad estuviera condicionada a un trabajo (cortar leña, por ejemplo), aunque no fuera suficiente para cubrir el pago de lo recibido. Se insistía también en la necesidad de llevar una vida ordenada, y alejarse de los compañeros habituales de la pobreza: la drogadicción, el alcohol, una vida desordenada y alejada de la familia.
La moral personal, el trabajo y el ahorro, la familia, la pertenencia a una comunidad de personas en una sociedad estructurada por usos comunes… Todo ello constituye el camino por el que han salido de la pobreza millones de personas, muchas de las cuales han sido literalmente salvadas por las organizaciones de caridad. No por la atención básica e inmediata en los momentos de mayor dificultad, sino porque les han reinsertado en una vida sustentada, como decía antes, en la producción y la oferta.
Esta idea básica ha sido muy mal comprendida por muchos, que han adoptado la posición contraria: de incidir en la oferta han pasado a hacerlo sobre las necesidades. Puesto que éstas son potencialmente insaciables, todo el entramado creado sobre ese principio (el Estado de Bienestar), tiene en su razón de ser el motivo de su ruina. Solo el haberse desarrollado sobre una sociedad libre y productiva le ha permitido sostenerse. Pero a costa, eso sí, de mantener en la pobreza a millones de personas.
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