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La política no es cosa de ángeles

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La crisis en la que el PSOE ha sumido a la jurisdicción constitucional española se debe, además del secular desprecio de los socialistas españoles a la noción de separación de poderes, a un sistema de elección de los miembros del TC que ni garantiza la independencia de sus miembros ni previene contra los cambios bruscos de mayorías.

La comparación del sistema español con el norteamericano puede proporcionar pistas interesantes a la hora de plantear las reformas constitucionales pertinentes, aunque improbables, que aminoren el actual desprestigio e inoperancia del TC.

En los Estados Unidos los miembros del Tribunal Supremo, que en 1803 se arrogó la facultad de interpretación constitucional (caso Marbury vs. Madison) ejercen sus funciones de por vida, aunque pueden ser removidos por mala conducta mediante el impeachment. En España los magistrados son elegidos o nombrados por un periodo de nueve años e "inamovibles en el ejercicio de su mandato". Con frecuencia se ha señalado que el carácter vitalicio de los magistrados americanos les confiere una independencia de la que carecen sus colegas españoles. Por ejemplo, en 1973 fue un juez nominado por Nixon, Harry Blackmun, quien redactó la sentencia que legalizó el aborto. Otro juez nixoniano, Lewis Powell, votó a favor de la discriminación positiva.

La Constitución Española establece que los miembros del TC son doce, mientras que en los Estados Unidos el número de magistrados del Supremo ha ido variando, desde los seis iniciales hasta los nueve actuales. El número de magistrados americanos se fue ampliando según aparecieron nuevos tribunales inferiores, aunque algunos presidentes, como Roosevelt en 1937, intentaron expandir la membresía en el Tribunal Supremo para asegurarse mayorías favorables a sus políticas. Estos asaltos ejecutivos han sido casi siempre infructuosos.

Por último, el sistema de elección de los magistrados españoles prevé que dos de sus miembros sean nombrados por el ejecutivo, cuatro por el Congreso de los Diputados, cuatro por el Senado (en ambos casos por mayoría de tres quintos) y dos por el Consejo General del Poder Judicial. Cada tres años un tercio del TC es renovado. En los EE.UU. todos los miembros del TC son propuestos por el presidente tras el fallecimiento, retirada o impeachment de un magistrado, y aprobados por el Senado por mayoría absoluta, aunque en realidad bastan 41 senadores para que una elección sea bloqueada.

Es este último punto el que supone una mayor diferencia entre los casos español y norteamericano. En principio, la designación exclusivamente presidencial de los magistrados americanos puede hacer pensar que el Tribunal Supremo tiene una mayor tendencia que el TC español a la politización. Sin embargo, hay tres elementos que aminoran este peligro:

  1. Dado que los jueces son vitalicios, ningún presidente sabe a ciencia cierta cuántos miembros del Tribunal Supremo nominará. Nixon eligió a 4, Ford a uno, Carter no pudo nominar a ninguno, Reagan tres, Bush Sr. 2, Clinton 3 y Bush Jr. dos (reemplazando a uno de Nixon y a uno de Reagan, es decir, nominados por presidentes de su mismo partido). En la actualidad, sólo tres de los nueve magistrados fueron elegidos por un presidente demócrata, lo que se corresponde a grandes rasgos con los periodos de presidencia republicana (28 años) y demócrata (12) desde 1968 y hasta 2008. En cambio, en España cualquier partido sabe cuándo tocará la próxima renovación parcial del TC y puede por tanto actuar por motivos exclusivamente electoralistas.

  2. Esta diferencia de 2/1 en los Estados Unidos no se refleja de forma automática en la orientación de los miembros del Tribunal Supremo debido a que las nominaciones presidenciales tienen que ser aprobadas por el Senado, cuya mayoría no suele coincidir con el partido del presidente. Así, Nixon, Ford y Bush Sr. (12 años en total) tuvieron siempre mayoría demócrata en el Senado, Reagan tuvo mayoría republicana en la Cámara Alta durante seis años, y el actual presidente finalizará su mandato habiendo disfrutado de mayoría de su partido en el Senado sólo durante cuatro de sus ocho años en el cargo. Esto y la posibilidad de bloqueo por parte de 41 senadores obliga al presidente a ser cauto a la hora de nominar candidatos cuyas posiciones difieran de forma radical de las mantenidas por la mayoría de los senadores. También debe tener cuidado a la hora de proponer magistrados sin la debida capacitación. En cambio, durante los mandatos de Felipe González el TC tuvo casi siempre super mayoría socialista, mientras que el PP nunca ha contado con más de seis magistrados teóricamente favorables a sus posiciones, ni siquiera durante sus ocho años al frente del Gobierno.

    Sólo una combinación de muertes o retiradas súbitas y una super mayoría senatorial sostenida y coincidente con el presidente podría ocasionar un cambio radical en la orientación del Tribunal Supremo, algo que no sería bien visto por los electores, que suelen castigar los intentos de concentración de poder. En España, un Gobierno puede modificar la orientación del TC de forma rápida si durante su mandato tiene la suerte de nombrar a los dos magistrados que le corresponden. Esta potestad provoca que la oposición bloquee el proceso de elección de magistrados en el legislativo e incluso de miembros del CGPJ para contrarrestar los ases en la manga de que dispone el Gobierno. La oposición no posee ningún incentivo para cooperar, pues nada asegura que cuando alcance el poder el partido que apoya al Gobierno actual se comporte de forma positiva.

  3. Como los miembros del Tribunal Supremo se renuevan de uno en uno, no cabe en el sistema americano la negociación de listas de magistrados (uno de los tuyos y uno de los míos) atendiendo a razones puramente partidistas. Además, el comportamiento de los senadores a la hora de aprobar o rechazar las nominaciones presidenciales suele jugar un papel muy importante en sus campañas electorales de reelección.

El sistema norteamericano, basado en la desconfianza, el contrapeso y la moderación, y la cultura política predominante entre los ciudadanos de aquel país, que aborrece la oposición desleal y premia el consenso y el respeto mutuo entre los poderes del Estado, hace que situaciones como la que vivimos en la actualidad en España, con bloqueos constantes, cambios legislativos oportunistas y cortoplacistas, y uso torcido de la recusación sea poco más o menos que impensable para un americano. Para colmo, el actual sistema parlamentario, que convierte la separación de poderes en una mera separación de funciones, la tendencia de la izquierda española a considerar al Poder Judicial y al TC meros apéndices de la mayoría parlamentaria, y la indefinición crónica de la derecha a la hora de plantear reformas constitucionales no auguran nada bueno. ¿Quién le pondrá el cascabel al gato?

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