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La regulación en la telefonía móvil: las antenas

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Resulta difícil concebir un sistema de distribución sin los canales adecuados para conducir aquello que necesite el cliente. Así, todo fluido eléctrico tiene su red, todo gas sus tuberías lo mismo que el agua y todo sistema telefónico convencional sus cables. La telefonía móvil también necesita su sistema y esta labor la hacen las antenas que las operadoras van colocando de forma que den la cobertura adecuada a sus compromisos. Sin embargo, y prácticamente desde que se empezó a colocar esta infraestructura básica, se ha generado un rechazo social basado en pruebas al menos dudosas del efecto que estas instalaciones tienen sobre la salud de los ciudadanos. Estamos ante una aplicación más del manoseado Principio de Precaución, una de las herramientas favoritas de los grupos ambientalistas y de las administraciones públicas.

Dice Bruselas que este principio debe aplicarse cuando sea “urgente intervenir ante un posible peligro para la salud humana, animal o vegetal, o cuando éste se requiere para proteger el medio ambiente en caso de que los datos científicos no permitan una determinación completa del riesgo”. La realidad es que tal como esta formulado, todo queda al arbitrio y la voluntad de la administración de turno y en no pocos casos del lobby que la controla.

El quid de la cuestión radica en que para poder transmitir y recibir, las antenas y los terminales usan una parte del espectro electromagnético y que dicha emisión tiene una determinada potencia basada en la distancia entre el emisor/receptor y la antena. Cuanto más corta sea esta distancia menos potencia se necesita. Estas radiaciones no ionizantes, no muy distintas a las que usamos para ver la televisión u oír la radio, son la razón de tantas disputas. A pesar de que según la normativa europea y española, los límites establecidos están muy lejos de los umbrales de peligrosidad, según algunos estudios y muchas experiencias, son las causantes de no pocos casos de cáncer. En España es conocido el caso del vallisoletano Colegio García Quintana, donde varias leucemias fueron achacadas a la proliferación de antenas en los edificios cercanos. Este caso fue en cierta medida el desencadenante español de este rechazo.

Lo cierto es que hay estudios que apuntan a los dos extremos, si bien lo cierto es que no hay nada demostrado con rotundidad y, dado el corto periodo que llevamos usando la telefonía móvil, todavía no se han hecho estudios suficientemente completos, al menos para los más contrarios a este sistema de comunicación. Por poner dos ejemplos recientes, la British Medical Journal publicaba un estudio en el que desmentía la influencia del uso del teléfono en el cáncer cerebral y el director del Instituto de Biología y Genética Molecular del CSIC, Juan Represa, negó que las antenas de telefonía provoquen cáncer. En el bando contrario, el Colegio de Médicos Austriacos desaconsejó hace poco que los niños usasen el teléfono móvil.

Pero más allá de estas cuestiones que, en todo caso, se deberían resolver entre técnicos, especialistas y afectados, las Administraciones Públicas no han podido dejar de meter sus funcionarios en la polémica. Así, movidos por grupos vecinales o ambientalistas, que tampoco han podido resistir la tentación, han presionado para que las antenas instaladas sean retiradas. Aprovechando el vacío legal que existía, las antenas proliferaron en todas nuestras ciudades y muchas asociaciones de vecinos vieron como sus tejados eran alquilados por las operadoras. Los municipios, alarmados, empezaron a sacar bandos y normativas que convertían en ilegales muchas de esas instalaciones. De la noche a la mañana, las telefónicas veían como una ciudad con cobertura la perdía de improviso. Tal es el caso del municipio madrileño de Torrejón de Ardoz que en pocos meses puede ver reducida su dotación a solamente una antena. Sin embargo, otra Administración, en este caso la central, obliga a las operadoras a tener un nivel de cobertura y a unas inversiones y estas dependen de las antenas instaladas. Tal es la naturaleza de la concesión, porque no podemos dejar de recordar que las telefónicas actúan en virtud de unas licencias administrativas.

Estamos por tanto en una paradoja más de las muchas que se generan cuando la burocracia sustituye a la realidad. El Estado impone unas condiciones que el propio Estado se encarga de entorpecer. Se aplica el principio de precaución que en muchos casos responde a intereses electorales y a los que no escapa ningún partido, sea de derechas o de izquierdas. Las operadoras ven como se pierden millones de euros, las asociaciones de vecinos que habían llegado a algún tipo de acuerdo pierden de golpe sus ingresos y los clientes de telefonía ven como de pronto pierden cobertura y calidad en sus llamadas. La regulación y normalización se vuelve caótica ya que las normativas generales no se cumplen en los municipios. Todo este asunto no tiene visos de solucionarse en tanto las Administraciones Públicas y los partidos que las gobiernan tengan un poder de decisión que sólo debería depender de las partes implicadas, es decir empresas y vecinos. Los demás, sobran.

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