El pasado martes, Jaime Urcelay, presidente de Profesionales por la Ética, explicaba en una entrevista que uno de los temas a los que la plataforma que dirige piensa dedicarse es el de los medios de comunicación. Efectivamente, el impacto de determinadas series, realities y programas de entretenimiento televisivos en un adolescente es probablemente mayor que una clase de Historia o de Matemáticas. Muchos de ellos no respetan el horario infantil y juvenil para tratar según qué temas y con según qué lenguaje. Por otro lado, quien no ve la televisión, ve el programa en el ordenador, se descarga la serie o busca el vídeo en You Tube. Para terminar de agravar el problema, los nuevos iPhones y smartphones permiten que la audiencia vea esos contenidos en cualquier lugar, a cualquier hora, sin importar la edad. Y finalmente, hay que darse cuenta de que si uno no tiene uno de esos dispositivos, no importa, sus colegas se lo enseñan.
Este fenómeno está contribuyendo a que se pierdan los valores (por los modelos de referencia de nuestros jóvenes) y, por ello, es necesario, según Urcelay, que los gobiernos regulen los contenidos televisivos, que no financien esas series. La base del problema es que la familia ha perdido ese papel de transmisor de valores y por ello hay que apoyarla desde el Estado mediante políticas activas y Profesionales por la Ética va a luchar por ello. Los padres deben ser conscientes de que es su responsabilidad, deber y derecho educar a sus hijos y transmitirles valores.
La pregunta del millón es: ¿debería prohibirse la emisión de esos contenidos?, ¿debe el gobierno meter un tijeretazo a esos programas? Si observamos el nulo resultado de la regulación de los contenidos en franjas de horario infantil nos damos cuenta de que no se pueden poner puertas al campo. La responsabilidad no es del Estado, al contrario, su función es preservar la libertad de expresión. Tampoco es responsabilidad del Estado preservar la familia ni vigilar qué valores se transmiten en la sociedad. Es responsabilidad de la sociedad, es decir, de cada una de las personas que la componen: los padres, los hijos, los publicistas, los productores, los directores de cadenas de televisión, los fabricantes de iPhones…
En el momento en que un padre compra un ordenador a un niño ya sabe que no va a poder regular lo que ve (excepto contenidos explícitos que se eliminan con filtros) y si lo que le regala el padre al hijo es un iPhone, tampoco va a controlar lo que enseña a los amigos. Pero si usted, progenitor, no compra ordenador ni teléfono, da lo mismo: el chaval lo verá a la salida del colegio en el de los amigos.
¿Son responsables quienes realizan esos programas o las cadenas que los emiten? Puede darse el caso de que una cadena tenga una sensibilidad especial hacia la infancia y decida emitir contenidos “blancos”. Igual que otra puede emitir documentales sobre la naturaleza o alinearse con determinados valores. Pero puede que no, y no sería censurable. La audiencia manda. Quienes pueden eliminar de la parrilla esos programas son quienes los financian: las empresas que compran publicidad en esa franja. Pero ¿cuál es el criterio? ¿Debería una empresa tener un objetivo moralizante a la hora de publicitarse? Puede ser que alguna empresa lo tenga, por ejemplo, hay alguna marca de cosméticos que se compromete a no utilizar productos en los que se haya experimentado con animales. Pero puede que no, y tampoco es censurable. El sano objetivo de las empresas es el bendito lucro que permite que los pobres sean menos pobres y que nuestra esperanza de vida sea mayor.
¿Quién está al final de la cadena? El ciudadano, el consumidor soberano que podría presionar a esas empresas para que no financien según qué programas o para que se emitan a otra hora y no esté disponible en internet. ¿Pero que hacen las asociaciones civiles? Mirar al otro, sea el Estado, el empresario, las cadenas de televisión o los presentadores de los programas.
Los referentes de la juventud, el papel de la familia como transmisora de valores, son cuestiones demasiado importantes como para dejarlos en manos del Estado, hay que defenderlas individualmente, día a día, en especial con el ejemplo. Tampoco se defienden excluyendo a nadie, condenando al fuego del infierno o reclamando la verdad absoluta. Esa no es forma de convencer. Se trata de que nuestros conciudadanos estimen que, visto lo visto, se sobrevive mejor con estos valores que con los otros. Y eso, de momento, es una asignatura pendiente.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!