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La Revolución Gordillo y el sanguinario Reino de Münster

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El comunista Juan Manuel Sánchez Gordillo, diputado de IU en el Parlamento andaluz y alcalde del pueblo de Marinaleda (Sevilla), ha acaparado la atención mediática de propios y extraños, dentro y fuera del país, a raíz de su particular «marcha obrera» iniciada recientemente por tierras andaluzas en compañía de centenares de miembros del Sindicato Andaluz de Trabajadores. Bautizado en la prensa extranjera bajo el atractivo título de Robin Hood español, la Revolución Gordillo se ha caracterizado por violar en reiteradas ocasiones la propiedad ajena mediante protestas «simbólicas» consistentes en robar comida, asaltar supermercados, entidades bancarias y hoteles en señal de protesta por la crisis, los «recortes sociales» y el injusto castigo que impone a los más débiles la vigente dictadura de los mercados.

En España, no son pocos los que ven con benevolencia este tipo de actos e incluso un ejemplo a seguir en pos de una «justicia social» que, según alegan, debería imponerse por la fuerza a fin de recompensar a los más desfavorecidos mediante el castigo de los poderosos, esos malvados empresarios y capitalistas a los que culpan de la crisis y de originar su precaria situación laboral. De hecho, pese a la evidencia de que esta comitiva obrera está incurriendo en delitos fragrantes contra la propiedad privada, la reacción de las autoridades políticas y judiciales contra dichos actos está siendo, hasta el momento, sorprendentemente tibia, lo cual no deja de ser alarmante. Y es que, si bien a día de hoy el experimento Gordillo no deja de ser una anécdota más de la crisis, sin grandes efectos ni consecuencias, más allá de rellenar titulares y atraer la atención de los medios en un mes de agosto que suele ser pobre en cuanto a noticias, el trasfondo de este tipo de movimientos no deja de ser enormemente peligroso.

¿Qué pasaría si el ideario que propugnan Gordillo y sus acólitos prendiera con fuerza en el espíritu de la gente y, por tanto, una cuadrilla de comunistas impusiera su ansiada utopía, ya no en España, sino en algún pueblo del territorio nacional? No es preciso hacer conjeturas acerca de su resultado, sus frutos están impresos en las páginas de la historia. Este tipo de revoluciones han sido recurrentes a lo largo de los siglos. Uno de los símiles más próximos se podría encontrar, quizás, en la sanguinaria experiencia de Münster, una ciudad situada en la región de Renania del Norte-Westfalia (Alemania), acontecida en el primer tercio del siglo XVI. Simplemente, una pesadilla.

En 1534, al calor de las Guerras Campesinas iniciadas algunos años atrás en el seno del Sacrosanto Imperio Romano Germánico contra el poder que ostentaban obispos y príncipes regionales, la corriente revolucionaria de los anabaptistas logró un éxito inusitado en la citada población de Münster. Los anabaptistas (rebautizados) constituían por entonces un grupo radical de reformistas eclesiástico-civiles que, tras la reforma luterana, pretendieron reinstaurar los principios de un supuesto «cristianismo primitivo» basado en la absoluta igualdad política, la abolición total de la propiedad privada y la instauración de un régimen comunal de bienes. Es decir, la doctrina de absoluta igualdad material de todos los hombres… El comunismo, sólo que en nombre de Dios.

Sus ideas se materializaron tras la toma de la ciudad por la fuerza con el apoyo de cientos de campesinos que estaban descontentos con su situación económica y condiciones de vida. La revolución de Münster fue liderada y dirigida desde sus inicios por tres cabecillas anabaptistas: Jan Matthys, panadero holandés y líder del movimiento por entonces; Jan Bockelszoon (más conocido como Johann de Leiden), un joven de 25 años, hijo bastardo del alcalde de una villa holandesa que, tras contraer matrimonio con una rica viuda y arruinarla, no logró pasar de aprendiz de sastre a lo largo de su corta carrera profesional; y Bernt Knipperdollinck, comerciante de telas y uno de los dirigentes de los gremios de Münster que, además, era el suegro de Bockelszoon.

En febrero de ese año, la revuelta triunfó y las autoridades locales fueron depuestas. Los anabaptistas difundieron su conquista entre los territorios vecinos y de inmediato comenzaron a llegar miles de personas atraídas por el experimento comunista -el primero de estas dimensiones- que acababa de comenzar. Matthys, como no podía ser menos, se autoproclamó en líder supremo y rebautizó la ciudad como la «Nueva Jerusalén» bajo la promesa de que conquistarían el mundo en el plazo de dos meses, ni más ni menos. Su primera decisión consistió en purgar las calles de impíos y pecadores y, aunque en un primer momento su intención fue la de decapitar a todos los cristianos no anabaptistas, finalmente optó por expulsar a católicos y luteranos para no disparar la animadversión del resto de autoridades del Imperio. Los desterrados fueron obligados a dejar atrás su dinero, propiedades e incluso familias. Los que se quedaron fueron rebautizados, y los que se negaron, ejecutados.

El nuevo orden acababa de ser instaurado. En un primer momento, las propiedades de los expulsados fueron confiscadas y repartidas entre los pobres según «su necesidad», siendo ésta discernida por siete apóstoles designados por Matthys. El dinero y la propiedad privada fueron abolidos, todo debería ser tenido «en común», de modo que el nuevo gobierno se apropió de todos los bienes y posesiones de los habitantes de la «Nueva Jerusalén»; los alimentos fueron racionados; las casas particulares fueron sometidas a un régimen comunal para albergar a los miles de inmigrantes llegados de otras ciudades del Imperio -se prohibió cerrar las puertas, cada cual se podía alojar donde quisiera-; el estado teocrático anabaptista se convirtió en el único empleador, satisfaciendo los salarios en especie -comida-. Y todo ello, en nombre del «amor» cristiano, cuya última etapa sería el advenimiento del comunismo igualitario: «Todo habría de ser tenido en común, no debería haber propiedad privada y nadie volvería a trabajar. Simplemente, se confiaría en Dios», rezaban sus apóstoles.

Para romper con el sucio pasado de la anterior civilización, Matthys arengó al pueblo a quemar todos los libros y manuscritos de la ciudad -públicos y privados-, a excepción de la Biblia, cuya correcta interpretación, por su puesto, corría a cargo de los predicadores anabaptistas. Pero Matthys no duró mucho en el cargo. A finales de marzo, iluminado por una visión divina, se enfrentó al ejército comandado por el obispo de Münster, que había sitiado la ciudad para tratar de liberarla, muriendo en el intento. El joven Bockelszoon ocupó entonces su puesto y nombró un nuevo consejo de gobierno formado por doce ancianos, con él a la cabeza, con potestad absoluta para decidir sobre la vida y la muerte, bienes materiales e incluso el alma de los habitantes de Münster. Instauró un estricto programa de trabajos forzosos, dividiendo los oficios en dos -empleados públicos y militares-, e impuso la pena capital para cualquier acto de insubordinación al mandato divino de su autoridad. Knipperdollinck, su suegro, fue el brazo ejecutor de tales decretos.

El único aspecto que quedaba fuera de su ámbito regulatorio fue el sexo, pero incluso éste no tardó mucho en ser regulado por su estado totalitario. Inicialmente, tan sólo se permitía mantener relaciones sexuales en el seno del matrimonio, entendido éste -eso sí- como la unión de dos anabaptistas. Cualquier otra forma de sexo, incluido el matrimonio «impío», era causa de pena capital. Sin embargo, Bockelszoon fue más allá de este credo relativamente conservador y poco tiempo después decretó la poligamia forzosa. ¿A qué se debía ese radical cambio de postura? Los malpensados afirman que el origen de esta decisión fue el deseo del gran líder por poseer a la viuda de su antecesor -Jan Matthys-, la joven y bella Divara, con la que finalmente se casó, aunque ni siquiera así quedó satisfecho -llegó a reunir un harén de dieciséis concubinas-.

La implantación de la poligamia obligatoria no fue una tarea especialmente difícil. Como muchos de los desterrados al inicio del régimen dejaron atrás a sus mujeres e hijas, la ciudad contaba ahora con el triple de mujeres casaderas que varones. Además, los insubordinados fueron de inmediato acallados por la vía de la espada o encarcelados. En agosto de 1534, la poligamia fue impuesta y todas las mujeres fueron obligadas a casarse una vez cumplida cierta edad. Con el tiempo, todo acabó degenerando y, tras facilitarse enormemente el divorcio, el experimento acabó en una especie de orgía comunal, una promiscuidad forzosa, con listas de concubinas casaderas inclusive cuyo reparto se establecía bajo un cierto orden.

Ese mismo verano, Bockelszoon fue un poco más allá y se proclamó Rey y Mesías del mundo por orden y gracia de Dios, ya que éste le había otorgado «poder sobre todas las naciones de la Tierra». Fue entonces cuando comenzó a vestir los más lujosos trajes y a portar las más finas y bellas joyas. En un gesto de generosidad, también nombró a Divara reina del mundo y creó su propia corte, unas 200 personas que fueron alojadas en las mansiones más espléndidas de la ciudad reservadas al efecto. Se renombraron todas las calles; se abolieron los domingos y los días de fiesta; el rey en persona se encargaba de poner nombre a todos los recién nacidos; y confiscó todos los caballos para formar su particular guardia pretoriana… El dinero y las riquezas, arrebatadas y negadas al resto de la población, eran ahora disfrutadas en exclusiva por el rey y su cuadrilla de cortesanos anabaptistas. Todo se racionaba, desde la comida hasta los ropajes, y mientras el gobierno vivía en la opulencia gracias a las propiedades confiscadas, el resto de los habitantes fueron condenados a la más absoluta miseria.

Dada la evidente diferencia de clases que imponía el régimen, no fueron pocos los habitantes de Münster que, aunque inicialmente abrazaron con fervor el igualitarismo comunista, comenzaban a dudar de las bondades de aquel reino de «amor» y justicia divina. Fue entonces cuando Bockelszoon inició una efectiva campaña de propaganda en la que prometía igual volumen de riquezas y lujos a todos sus súbditos tras la conquista del mundo y la pronta llegada de Jesús, al tiempo que combatía las dudas de los aún descontentos mediante un creciente régimen de terror y opresión a base de ejecuciones en masa, torturas públicas y encarcelamientos.

Ante la amenaza de que revueltas similares triunfaran en otras zonas del Imperio, el sitio sobre Münster se reforzó con la llegada de nuevas tropas enviadas por diversos príncipes y la ciudad fue totalmente bloqueada en enero de 1535. El rey y su corte decidieron entonces dejar morir de hambre a sus súbditos-esclavos ante la creciente falta de suministros mientras ellos seguían comiendo opíparamente. Bockelszoon logró mantenerse en el poder a base de promesas y más promesas que, al mismo tiempo, se combinaban con un reino del terror si cabe aún mayor del conocido hasta entonces: dividió la ciudad en doce secciones (guetos); prohibió cualquier tipo de reunión aunque fuera tan sólo de unas pocas personas; y decapitó a todo aquél que osara criticar su mando. Las ejecuciones llegaron a ser diarias y los cuerpos con frecuencia se empalaban a modo de advertencia a las masas.

Pero la defensa de la ciudad se hizo cada vez más difícil con el paso de tiempo y, en un último intento, el rey Bockelszoon trató de incendiarla -con sus habitantes dentro- para despistar al ejército que la rodeaba y así poder escapar. Su plan fracasó y a finales de junio, tras un baño de sangre, Münster fue finalmente liberada gracias a que algunos de sus ciudadanos lograron señalar a los enemigos del régimen los puntos débiles por los que entrar. Bockelszoon, Knipperdollinck y su canciller Krechting fueron capturados, torturados y ejecutados. Sus cuerpos, a modo de advertencia, fueron colgados en jaulas de hierro en la torre de la iglesia de San Lamberto (Münster). Las jaulas aún siguen allí a día de hoy, cinco siglos después de aquel gran experimento comunista, quizá, como recordatorio de sus terribles frutos. Por desgracia, no se trata de ningún cuento de fantasía. La realidad suele superar a la ficción.

Es muy probable que Sánchez Gordillo no pretenda imitar con sus andanzas la infame experiencia sanguinaria del dictador Matthys y el rey Bockelszoon. Nada más lejos de mi intención comparar o asimilar a uno y otros. La paradoja de esta historia es otra bien distinta. A saber, que más allá de la anécdota que pueda suponer el asalto a un supermercado, un banco o una finca, la simbología cuasi inocente y divertida que para algunos desprende la marcha obrera de Gordillo esconde tras de sí un ideario, el comunista, que, llevado a la práctica, siempre acaba desembocando en un régimen de opresión, terror y pobreza generalizadas con independencia del personaje que la lidere y de sus buenas o malas intenciones. Así pues, el trasfondo que se oculta bajo el simpático Robin Hood español es todo, menos una broma.

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