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La sacralización de los Estados-nación

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Franz Oppenheimer decía que existían dos formas de obtener riqueza. Una consistía en crearla por medio del trabajo y del intercambio; la otra, en apropiarse de la riqueza creada por el trabajo de otros. A la primera forma la llamaba “los medios económicos”, a la segunda, “los medios políticos”. Según Oppenheimer, el Estado es una organización de los medios políticos. Su propia existencia necesita de la previa creación de riqueza por parte de los medios económicos, de la cual se apropia posteriormente a través del uso de la fuerza1. La creación de los Estados conlleva, necesariamente, la creación de distintas clases sociales, la de los productores y la de los ladrones:

Todo estado en la historia fue o es un estado de clases, una forma de gobierno de grupos sociales superiores e inferiores.2

En un análisis similar, Alexander Rüstow hablaba de la creación de los Estados como un fenómeno de “superestratificación”, en el que un estrato superior, militar y organizativamente cualificado, se impone y explota a un estrato inferior económicamente productivo3.

Charles Tilly, por su parte, definía a los Estados como organizaciones con poder coercitivo, distintas de los grupos de familia y parentesco, que ejercen prioridad sobre cualquier otra organización en un territorio extenso4. El origen de los Estados se encuentra en el uso de la fuerza por parte de un grupo de personas sobre otro grupo en un territorio determinado con vistas a apropiarse de sus recursos. Para Tilly, la única diferencia entre un Estado y una mafia es el éxito del primero en lograr el monopolio de los medios de coerción5.

Pero, como indica Rothbard, una vez el Estado se ha establecido, su principal problema consiste en mantener el poder. Aunque el uso de la fuerza es su habitual modus operandi, necesita a la larga el apoyo de la mayor parte de los gobernados, aunque dicho apoyo no consista más que en una aquiescencia pasiva. El principal medio por el que la clase predatoria gobernante consigue el apoyo de la clase explotada gobernada es ideológico:

La mayoría debe ser persuadida por la ideología de que su gobierno es bueno, sabio y, al menos, inevitable.6

Establecer esa ideología será la tarea de los intelectuales al servicio del Estado. El principal método de establecimiento de una ideología que justifique el poder estatal será el de la sacralización del Estado. Como apunta C. C. Pecknold:

El estado requería de las masas que pusieran su fe en la nación, y usaron la fe religiosa para hacer esto.7

Así, los Estados nacionales europeos recurrirán a la sacralización para justificar su poder rodeándose de una aureola sagrada. Según Thomas Hippler:

El desarrollo del estado nacional fue inseparable de una apropiación de lo sagrado.8

Se puede observar, en este desarrollo, la continuación de la tradición de la potentia absoluta, que remarca el carácter total del poder soberano, cuyas leyes y normas no dependen de un orden natural exterior que lo limita, sino que posee la capacidad de crear dicho orden y de actuar fuera de él. También se puede observar la continuación del proceso, iniciado por Hobbes, del traspaso de la doctrina de los dos cuerpos del rey de la monarquía al Estado en sí mismo. En Hobbes es el Estado, como institución jurídica, el que posee un cuerpo místico. Este cuerpo místico se traspasará también al pueblo o la nación, del que el Estado será la expresión. Los Estados transferirán “la poderosa idea cristiana de un pueblo unido en el cuerpo místico de Cristo a una nueva concepción de la unidad mística en la idea de la nación”9. Gracias a esta idea, las elites encargadas de la construcción de los Estados nacionales pudieron forjar una identidad nacional con la que movilizar a las masas.

En la labor de construir esta identidad nacional al servicio del Estado jugó un decisivo papel la Ilustración, que hizo una importante contribución a la sacralización de la sociedad civil y de la nación al elevarlas al estatus de cuerpos y valores supremos para el ciudadano moderno. Por ejemplo, Diderot (1713-1784) escribió en la Enciclopedia:

El amor por la patria es el amor por las leyes y la prosperidad del Estado, y es particularmente fuerte en las democracias. Es una virtud política por la cual el individuo renuncia a sus propios intereses y da preferencia al interés público sobre el suyo. Es un sentimiento, y no está basado en ningún conocimiento; puede ser compartido por la persona más baja y por la cabeza del Estado.10

Según explica Gentile, la Ilustración estaba convencida de que una sociedad bien ordenada no podía existir sin algún tipo de religión colectiva que educara al individuo para que situara al bien público por encima del interés personal. El ideal de una nueva religión civil basada en los principios del deísmo, los derechos naturales y la virtud cívica se formó en la segunda mitad del siglo XVIII en relación con el culto de la nación y los deberes de la ciudadanía. Se inspiró en el modelo antiguo de religión republicana y fue percibida como la fundación ideal para asegurar la unidad moral del cuerpo político y para instruir a los ciudadanos en la conciencia del bien común, el sentido del deber cívico, la lealtad a las instituciones y la devoción a la nación11.

Como ejemplo de esta tendencia a la religión civil de la Ilustración, Voegelin señala al abad Raynal (1713-1796) que, en la Historie philosophique des Deux-Indes (1770) escribió:

El Estado no está hecho para la religión, sino que la religión está hecha para el Estado. Primer principio.

El interés general es la regla que gobierna todo lo que debería existir en el Estado. Segundo principio.

El pueblo, o su autoridad representativa, tiene el derecho exclusivo de juzgar la conformidad de cualquier institución con el interés general. Tercer principio.12.

Según Raynal, en una opinión que concuerda con las de Hobbes y Rousseau, la autoridad del pueblo tiene el derecho de examinar el dogma y la disciplina de las iglesias y de establecer o proscribir un culto. Cuando los administradores del Estado están reunidos, la Iglesia está reunida. Cuando el Estado se ha pronunciado, la Iglesia no tiene nada más que decir. No hay otros apóstoles que el legislador y sus magistrados. No hay otros libros sagrados que aquellos reconocidos por el Estado. No hay otro derecho divino que el bienestar de la República. Según Voegelin, esta actitud es prueba de que:

La idea del Estado como una teocracia, con los legisladores como la autoridad eclesiástica, con la ley como la manifestación divina, y con la commonweal como la sustancia, estaba completamente desarrollada antes de la Revolución.13

El ejemplo más característico de la defensa de la teocracia estatal es Jean Jacques Rousseau (1712-1778), quien describe la soberanía con las características con las que otros escritores describían la voluntad de Dios: es inalienable, indivisible, permanente y no puede fallar14. La soberanía reside en la “voluntad general”, es decir, en la voluntad del cuerpo político entero más que en una de sus partes. Rousseau afirma que el poder soberano que surge de la voluntad general es completamente absoluto, sagrado e inviolable15. Esta voluntad es “esencialmente un concepto religioso inmanentizado y hecho objeto de devoción sagrada”16, que da al cuerpo político, un poder absoluto sobre todos sus miembros.

En Rousseau, el cuerpo político se forma cuando cada persona, simultáneamente, aliena sus derechos a la comunidad absolutamente soberana. Para él, esto no significa esclavitud, porque la esclavitud es dependencia personal y el contrato social crea un soberano impersonal17. Además, espera que las leyes que emanen de la soberanía popular sean generales e imparciales. Una condición necesaria para esto es la reeducación de la población. Rousseau esperaba que un legislador carismático del tipo de Moisés o Licurgo inculcara en la población la virtud cívica característica de la antigua Esparta o de la Roma Republicana.18 Este legislador, según Rousseau:

Debe sentirse en condiciones de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana; de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual recibe en cierta manera la vida y el ser.19

Una vez se hubiera llevado a cabo tal reeducación, las leyes elaboradas por el pueblo soberano reflejarían los intereses comunes y valores alrededor de los que el legislador profético hubiera reunido al pueblo.

Para Rousseau sólo hay un hombre colectivo, de la misma forma que sólo hay una voluntad colectiva soberana. Cada uno pone su persona y todo su poder en común bajo la dirección suprema de la voluntad general. El paso del estado de naturaleza al estado civil provoca en el hombre un cambio destacable, sustituyendo, en su comportamiento, el instinto por la justicia y dándole a sus acciones la moralidad de la que previamente carecían.20 Como señala Elshtain, en el proceso de formación del cuerpo político, el hombre se convierte, por medio de un rito sagrado, en ciudadano. Empieza como un pecador, dominado por una mala forma de instinto, y emerge como un avatar de la justicia, habiéndose purificado de lo viejo y adoptado lo nuevo. En este rito de paso, el hombre se integra en la colectividad.21

El gobierno administrativo diario está sometido a la ley de hierro de la oligarquía, el pueblo soberano delega en una comisión de magistrados la administración del gobierno diario. El mismo Rousseau dice que es contrario al orden natural que un número grande gobierne y un número pequeño sea gobernado, y anima la tendencia oligárquica, al confiar en el consentimiento tácito una vez que se ha establecido la sociedad política.22

Rousseau afirmó en 1756 que, cuando se formaba la sociedad, el pueblo no podía pasar sin una religión. En El Contrato Social (1762) desarrolló las premisas para producir una religión civil como el lazo espiritual indispensable que mantendría la unidad política en un nuevo Estado nacional fundado sobre la soberanía popular23. Bajo este concepto, se encontraba la necesidad de superar la división creada por la Cristiandad, que había separado el sistema teológico del político estableciendo la Iglesia. Ésta había fragmentado la unidad del cuerpo político provocando división interna. El cristianismo, especialmente el catolicismo, era perjudicial porque daba al cristiano dos patrias y dos líderes diferentes, diciéndole además que su patria verdadera no es de este mundo. Creaba hombres débiles que no estaban dispuestos a buscar la gloria muriendo por su patria. Rousseau afirmaba que la única solución era seguir la propuesta de Hobbes de reunir las dos cabezas del águila y lograr la restauración por medio de la unidad política.24 Había que rechazar el cristianismo porque éste, en lugar de atar los corazones al Estado, tenía el efecto de apartarlos de los asuntos terrenales. La democracia necesitaba una profesión de fe puramente civil de la que el Soberano fijaría los artículos, no exactamente como dogmas religiosos, sino como sentimientos sociales, sin los cuales el hombre no podía ser un buen ciudadano o un súbdito leal.25 En el mundo de Rousseau no puede haber un cuerpo religioso independiente. Todo se debe conformar al Estado y debe ser de utilidad para el Estado. Una religión civil es aquella que haga al hombre “amar sus deberes”.26

La religión civil proveería al Estado, sus prácticas y sus instituciones con justificaciones metafísicas. Rousseau creía que los seres humanos eran naturalmente buenos pero estaban corrompidos por la sociedad humana, especialmente por la institución de la propiedad privada. El hombre natural no tenía necesidad de religión. Sólo en el corrupto, pero ahora inevitable, estado de existencia social, son necesarios los sentimientos religiosos para guiar a la gente y darle la adecuada orientación interna para que vivan juntos. Una verdadera religión une los ritos sociales con la naturaleza apoyando la moralidad de la naturaleza. Uno debería seguir la religión de su propio país en tanto sea consecuente con el orden de la naturaleza. Las religiones que favorecen la moralidad de la naturaleza son aquellas que coordinan las interacciones entre la gente de acuerdo con la guía interna de los sentimientos morales naturales. Como expresiones de la religión civil, Rousseau prescribía festividades y entretenimientos que permitieran a los ciudadanos verse a sí mismos en otros ciudadanos y a identificarse con lo público como un todo.27

Esta identificación con la totalidad es esencial para Rousseau. Debemos adorar a la patria desde que nacemos, debe estar en nuestros corazones y pensamientos. En nuestra obediencia reside nuestra libertad. Hobbes, a pesar del poder y la unidad del Leviatán, todavía consideraba legítimo que un individuo intentara evitar que el soberano lo ejecutara. Rousseau va más allá, afirmando que debemos consentir y que no podemos oponernos a lo que la voluntad general ha decidido, ya que, como partes de la voluntad general, hemos asentido28. Un miembro de la población soberana debe someterse al gobierno o debe ser extirpado del cuerpo político mediante el exilio o la muerte. El soberano está capacitado para expulsar a los infieles asociales y para ejecutar a aquellos que cometan apostasía secular al no vivir de acuerdo a los preceptos de la religión civil.29 Según Rousseau:

El que ose decir: Fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser arrojado del Estado, a menos que el Estado sea la Iglesia y el príncipe el pontífice.30

En opinión de Elizabeth Elshtain:

Rousseau infunde la política con trascendencia en lugar de reservarla para lo sagrado.31

Con dicha infusión de trascendencia, Rousseau adopta una versión monista y unitaria de la soberanía que nivela todo lo que encuentra en su camino, voluntades particulares, creencias particulares, etc., cualquier cosa que demuestre ser un problema para la imagen de la indisolubilidad e indivisibilidad de la soberanía.

La Revolución Francesa adoptó a Rousseau y a Voltaire como sus padres intelectuales, trasladando sus restos al Panteón, en 1794 y 1791 respectivamente, con elaboradas ceremonias que recordaban a procesiones religiosas. Además, la apropiación de temas y formas religiosas se puede observar en los catecismos revolucionarios que se enseñaban en las escuelas32. Esto concuerda con la descripción que hizo Christoph Martin Wieland (1733-1813) de la Revolución Francesa como una religión dedicada a la idolización de ideales políticos33. Como señalan Carl L. Bankston III y Stephen J. Caldas, la religión civil de Rousseau se transformó en una religión política que imponía sus propias expectativas escatológicas radicales en el mundo34. Norman Hampson apunta, igualmente, que el jacobinismo tenía una concepción rousseauniana de la soberanía total del Estado, único árbitro de la creencia religiosa y, en última instancia, del derecho de propiedad. En esta concepción, el Estado es la autoridad definitiva a la hora de ordenar los asuntos económicos35.

Inspirados por las ideas de Rousseau, los jacobinos de la Revolución Francesa, para contrarrestar la influencia negativa del cristianismo y para unir a los ciudadanos en la sagrada totalidad de la nación, intentaron crear, como rituales de la vida pública, festividades y catecismos. Como ejemplo, podemos mencionar el gigantesco festival del 14 de Julio de 1790. Una fuerza de trabajo voluntaria trabajó para convertir la llanura del Campo de Marte en un valle entre dos colinas, donde se situarían los espectadores. Cincuenta mil Guardias y soldados desfilaron a lo largo del anfiteatro, pasando delante de un altar de la patria y ante 300.000 espectadores. Este festival culminó en una misa sincronizada a lo largo de las provincias y una ceremonia en la que se administró un juramento de fidelidad a la nación36.

Uno de los efectos de la sacralización de los Estados-nación fue la intensificación del pro patria mori. La tradición republicana mantenía que el servicio militar servía como escuela de ciudadanía y que la guerra aumentaba la conciencia política del ciudadano-soldado, reafirmando sus convicciones patrióticas. Rousseau afirmaba que el servicio militar afilaba el celo patriótico de los hombres libres. En los gobiernos republicanos, las guerras del Estado se convirtieron en las guerras del pueblo. Se consideraron sinónimos los intereses individuales y los de la comunidad y se impuso la conscripción obligatoria37.

Según Thomas Hippler, la transición histórica de las concepciones tradicionales y monárquicas de la soberanía a la soberanía popular de los modernos Estados-nación implica la integración de aquellos elementos que pensadores anteriores, como Bodin, por ejemplo, consideraban como autónomos a la soberanía política: el económico y el religioso. En opinión de Hippler, estos dos elementos reemergen en la forma de dos características fundamentales del Estado moderno, lo social y lo nacional, y es sólo por medio de su integración que la soberanía popular se constituye a sí misma como omnino absolutum imperium. La nación se convierte en algo sagrado, y el Estado, que es la manifestación de la nación y del pueblo, tiene el deber y la responsabilidad de controlar la vida económica para asegurar el bienestar de la nación.

Según Hippler, la construcción de la soberanía del pueblo no es sino el reverso de la construcción del pueblo como el portador de la soberanía, construcción tanto simbólica como material: el pueblo fue concebido como portador de la soberanía y creado como tal a través de medios políticos e institucionales. Este proceso está íntimamente ligado con la nacionalización del pueblo y del Estado. El Estado como persona ficta se había visto como algo unitario desde hacía tiempo, pero con el comienzo del siglo XIX este carácter unitario también se aplica a la nación. La nación se carga con un significado simbólico, cultural y sagrado que permitía, por una parte, concebir el Estado como una expresión del pueblo y, por otra, ocultar el papel del Estado en el proceso de formación de este pueblo38.

La sacralización del pueblo, de la nación y del Estado, como su expresión, se encuentra también en Johann Gottlieb Fichte (1762-1814). Este pensador alemán, que había alabado al principio la Revolución Francesa (ya que parecía entronizar los derechos individuales), acabó considerando la libertad civil o colectiva como algo más importante39. Afirmó que ningún alemán sería verdaderamente libre hasta que todos los alemanes hubieran alcanzado la liberación nacional. El objetivo de Fichte era el de la formación de un Estado-nación autosuficiente, liberado del comercio internacional, cuya economía estuviera dirigida por el gobierno y en el que el viaje al extranjero estuviera reservado a unos pocos científicos y pensadores y siempre con permiso estatal40. Aparte de la novedad del concepto de nación, no se puede distinguir este objetivo del que ya buscaba Bacon en La Nueva Atlántida.

La sacralización del Estado alcanzará su forma más sistemática en la obra de Hegel (1770-1831). En palabras de A. James Gregor:

Hegel sacralizó al Estado, hizo a la Historia su medio, y a los seres humanos sus instrumentos.41

En el sistema de Hegel, su concepto del Geist, la Mente o el Espíritu, es descendiente directo del Espíritu Santo del cristianismo. Hegel veía la historia del Espíritu como el relato en el tiempo de lo Absoluto. Para Hegel, lo Absoluto es la sustancia que hay detrás de nuestro ser individual y transitorio. Su intención era revelar algo del Absoluto que lo gobierna todo. Al inicio de su discusión sobre la Historia Universal, Hegel afirmaba que, para conocer algo de lo Absoluto, procedería primero a discernir las características abstractas de la naturaleza del Espíritu; a ello, le seguiría un recuento de los medios que utiliza el Espíritu para realizar su Idea; y, finalmente, hablaría de la forma que asume la perfecta encarnación del Espíritu, el Estado.

Hegel identifica el Estado como algo divino, que posee majestad y absoluta autoridad. El Espíritu, en su proceso de cumplimiento, emplea al Estado; es decir, el Estado es el Espíritu objetivizado. A su vez, el Estado, al exigir de los individuos que cumplan sus propósitos, les concede la oportunidad para su maduración completa como agentes morales.

Para alcanzar los propósitos del Espíritu, el Estado debía sintetizar a los individuos, haciéndolos uno con el Estado y reclutándolos así al servicio del Espíritu. Era en el Estado donde los individuos descubrían el conjunto de lo que es justo y moral, ya que ello sólo podía determinarse por medio del reconocimiento de las cualidades del Espíritu, y sólo en el Estado podían los individuos obtener ese conocimiento por medio del proceso formativo de la educación. El Estado debía mantener a los individuos como ciudadanos, asegurando sus derechos, promoviendo su bienestar, protegiendo sus familias, educándolos en la conciencia de sus intereses más fundamentales, alejándolos del egoísta interés propio y llevándolos de vuelta a la vida moral del Espíritu Universal. El Estado debía, también, educar a los ciudadanos en sus obligaciones, lo que implicaba la necesidad de desarrollar la capacidad de sentirse uno con el Todo. Por medio de esa capacidad, los individuos podrían entender la existencia de la Voluntad Universal. Dicha Voluntad debería gobernar todo el comportamiento humano42.

En definitiva, los Estados nacionales, por medio de la sacralización, se convertirán en entidades místicas, que dan forma política al cuerpo del pueblo o de la nación, que es donde reside la soberanía. Esta soberanía, inalienable, no es patrimonio de los individuos, sino del conjunto de la sociedad. De hecho, la existencia de los propios individuos sólo cobra sentido y respetabilidad cuando éstos se convierten en parte integrante del Todo místico que es el Estado. Para que los individuos entiendan estas verdades es necesario proceder a su educación, para que abandonen los perniciosos caminos del egoísmo y estén dispuestos a morir por la patria y a servir a la gloria del Estado. Éste, por su parte, debe asegurarse de su bienestar por medio del control de las actividades económicas.

1 Franz Oppenheimer, The State. Its Development and History Viewed Sociologically (Nueva York: Vanguard Press, 1926), pp. 25-27.

2 “Every state in history was or is a state of classes, a polity of superior and inferior social groups”, Oppenheimer, The State, p. 5.

3 Alexander Rüstow, Freedom and Domination. A Historical Critique of Civilization (Princeton: Princeton University Press, 1980), p. 12.

4 Charles Tilly. Coerción, capital y los Estados europeos. 990-1990 (Madrid: Alianza Editorial, 1990), p. 20.

5 Ver Charles Tilly, “War-making and State Making as Organized Crime”, en Bringing The State Back In, ed. P. Evans, D. Rueschesmeyer y T. Skopol (Cambridge: Cambridge University Press, 1985): 169-187.

6 “The majority must be persuaded by ideology that their government is good, wise and, at least, inevitable”. Murray N. Rothbard, Egalitarianism as a Revolt Against Nature (Auburn. Ludwig von Mises Institute, 2000), p. 62.

7 “The state required the masses to put their faith in the nation, and they used religious faith to do this”, C. C. Pecknold, Christianity and Politics. A Brief Guide to the History (Eugene: Cascade Books, 2010), p. 5.

8 “The development of the national state was inseparable from an appropriation of the sacred”. Thomas Hippler, Citizens, Soldiers and National Armies. Military service in France and Germany, 1789-1830 (Londres y Nueva York : Routledge, 2007), p. 206.

9 “[…] the powerful Christian idea of a people united in the mystical body of Christ to a new conception of mystical unity in the idea of nation”. Pecknold, Christianity and Politics, p. 77. Para la transferencia de la idea del cuerpo místico al Estado-nación ver también Eric L. Santner, The Royal Remains. The People’s Two Bodies and the Endgames of Sovereignty (Chicago y Londres: The University of Chicago Press, 2011), p. 44 y John von Heyking, “Post- 9/11 Evocations of Empire in Light of Eric Voegelin’s Political Science”, en Enduring Empire. Ancient Lessons for Global Politics, ed. D. E. Tabachtnick y T. Koivukoski (Toronto: University of Toronto Press, 2009), p. 197.

10 “Love for the fatherland is love for the laws and the prosperity of the state, and is particularly strong in democracies. It is a political virtue by which an individual surrenders his own interests and gives preference to the public interest over his own. It is a sentiment, and not based on any knowledge; it can be shared by the lowliest person and by the head of state”. Citado por Gentile, Politics as Religion, p. 17.

11 Gentile, Politics as Religion, pp. 17-18.

12 “The state is not made for religion, but religion is made for the state. First principle. The general interest is the rule governing everything that should exist in the state. Second principle. The people, or its representative authority, has the exclusive right of judging the conformance of any institution whatever with the general interest. Third principle”. Citado por Eric Voegelin, From Enlightenment to Revolution (Durham: Dike University Press, 1975), pp. 171-172.

13 “The idea of the state as a theocracy, with the legislators as the ecclesiastical authority, with the law as the divine manifestation, and with the commonweal as the substance, thus, is fully developed before the Revolution”, Voegelin, From Enlightenment to Revolution, p. 172.

14 Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, trad. J. Carrier Vélez (Barcelona: Edicomunicación, 1994), pp. 47-51.

15 Rousseau, El contrato social, p. 54.

16 Elshtain Sovereignty, p. 131.

17 Rousseau, El contrato social, p. 38.

18 Evers, “Social Contract: a Critique”, p. 190.

19 Rousseau, El contrato social, p. 61.

20 Rousseau, El contrato social, p. 42.

21 Elshtain, Sovereignty, pp. 131-132.

22 Evers, “Social Contract: a Critique”, pp. 190-191.

23 Para la religión civil ver Rousseau, El contrato social, pp. 147-158.

24 Rousseau, El contrato social, p. 151.

25 Gentile, Politics as Religion, p. 18. Ver también Benjamin Wiker, Worshipping the State: How Liberalism Became Our State Religion (Washington: Regnery Publishing, 2013), pp. 175-179.

26 Rousseau, El contrato social, p. 156. Ver también Elshtain, Sovereignty, p. 135 y Michael Burleigh, Earthly Powers. Religion and Politics in Europe from the Enlightenment to the Great War (Londres: Harper Perennial, 2006), p. 13.

27 Burleigh, Earthly Powers, 77-78. Ver también Carl L. Bankston III y Stephen J. Caldas. Public Education. America’s Civil Religion. A Social History (Nueva York: Teachers College Press, 2009).

28 Elshtain, Sovereignty, pp. 134-135.

29 Burleigh, Earthly Powers, p. 78. Wiker, Worshipping the State, p. 180.

30 Rousseau, El contrato social, p. 158.

31 Elshtain, Sovereignty, p. 131.

32 Burleigh, Earthly Powers, p. 45.

33 Burleigh, Earthly Powers, pp. 21-22.

34 Bankston III y Caldas, Public Education. America’s Civil Religion, p. 14.

35 Norman Hampson, Historia de la Revolución Francesa (Madrid: Alianza Editorial, 1984), p. 272.

36 Burleigh, Earthly Powers, pp. 76-77.

37 Joseph Allan Frank, With Ballot and Bayonet. The Political Socialization of American Civil War Soldiers (Athens: University of Georgia Press, 1998), p. 23.

38 Hippler, Citizens, Soldiers and National Armies, pp. 216-217.

39 Por lo que, en realidad, debería haber estado completamente de acuerdo con los ideales revolucionarios.

40 Burleigh, Earthly Powers, p. 160. W. Eaton, “J.G. Fichte as a Forerunner of Nacional Socialism”, Quarterly Review. A Journal of University Perspectives, 48, no. 10 (diciembre 1941): 331.

41 “Hegel sacralized the State, made History its medium, and human beings its instruments”. A. James Gregor, Totalitarianism and Political Religión. An Intellectual History (Stanford: Stanford University Press, 2012), p. 24.

42 Gregor, Totalitarianism and Political Religión, pp. 23-24.

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