Si se analiza la actual situación económica, se puede percibir rápidamente cómo el desánimo ha cundido en muchas personas que entienden que no existe salida a la crisis económica. Examinando los datos macroeconómicos se puede llegar a la conclusión de que no existen cifras que inviten al optimismo. Tanto el desempleo como el crecimiento del PIB resultan bastante desoladores. Adicionalmente, a nivel particular, se puede comprobar cómo la adquisición de determinados bienes, como los energéticos, se está encareciendo de forma bastante apreciable, la imposición, tanto directa como indirecta, se ha elevado, cada vez se ven más carteles en locales comerciales con los letreros de «se vende», «se alquila» o «se traspasa», y el número de personas que acude a alimentarse a los comedores de Cáritas u otros de diversas órdenes religiosas se incrementa día a día.
Ante este panorama hay quien se pregunta si existe salida posible a la crisis, ya que cada día ve empeorar tanto su situación personal y como la de quienes le rodean. Aunque la coyuntura invite al pesimismo, ante todo habría que recordar que ni estamos ante la primera crisis de la historia ni, tampoco, en la peor. Sin necesidad de rememorar situaciones bélicas, se puede comprobar cómo la llamada gran depresión de 1929 tuvo consecuencias más catastróficas en términos económicos y humanos y se pudo salir de ella.
Para tratar de entender cuándo vendrá el fin de la crisis, previamente deben entenderse los motivos de la misma. A lo largo de los últimos años, los bancos centrales han mantenido una política de dinero barato, reduciendo los tipos de interés con la idea de estimular la economía al facilitar el consumo y la inversión mediante la reducción de los costes de endeudamiento. Sin embargo, esta facilidad de crédito no venía respaldada por un ahorro en la misma cuantía. Los tipos de interés no se fijaban por el libre juego de la oferta de ahorro y la demanda de inversión, manteniéndose artificialmente bajos, y permitiendo plazos de endeudamiento que no se correspondían con los períodos a los que se estaba dispuesto a inmovilizar el ahorro.
Debido a esta facilidad de crédito, empresas y particulares optaron por realizar inversiones de previsible rentabilidad muy reducida, y, consecuentemente, periodos de recuperación bastante elevados. Hubo familias que para la adquisición de una vivienda decidieron endeudarse en tal cuantía que para satisfacer dichos préstamos debían destinar más de la mitad de sus ingresos durante varias décadas. Igualmente, muchas empresas debían destinar un porcentaje importante de sus ingresos para amortizar los préstamos que habían contratado para financiar sus inversiones. Cuando, como era de esperar, llegó la crisis, empezaron los problemas: ni todos los miembros de las familias trabajaban, ni ganaban lo mismo que antes, ni las ventas de las empresas se correspondían con las previsiones. Esta falta de ingresos se veía acompañada de una carga financiera que no podía reducirse igualmente, y que seguía existiendo.
Por lo tanto, la situación no podrá normalizarse hasta que empresas, gobiernos y consumidores, se adapten a la nueva situación, lo que no se realizará de manera instantánea. Pero sí que puede reducirse este periodo de adaptación si los gobiernos eliminan obstáculos para que el resto de actores pueda ajustarse. Puesto que gran parte de los consumidores tiene una renta menor y las empresas tienen menores ingresos, el factor precio se ha convertido en un elemento esencial a la hora de elegir un producto o servicio frente a otro. De ahí la importancia que puede tener que el marco normativo también se adapte, simplificándose y evitando que imponga costes excesivos ajenos a su actividad natural a las empresas o cargas burocráticas innecesarias que se tendrán su reflejo en los costes que debe soportar la empresa.
También resulta necesario que los acreedores conozcan con exactitud el importe de sus pérdidas, para que puedan tomar decisiones con el mayor grado de información posible. Si el procedimiento de cobro de una deuda se prolonga durante varios años para resultar que al final el deudor era insolvente, se ha estado empleando tiempo, dinero y esfuerzo en una labor que no conducía a nada. También si la legislación posibilita que determinadas entidades valoren parte de sus activos a precios irreales sin que los administradores incurran en responsabilidad alguna, se introducirá una desconfianza natural hacia la inversión al no conocerse la situación real.
Por último, no debe olvidarse cómo muchas de las grandes multinacionales que existen hoy en día se crearon en épocas de crisis, por lo que aun en estos tiempos siguen existiendo emprendedores. Si el marco jurídico favorece a estas personas de manera que no sean objeto de una carga burocrática, fiscal y administrativa excesiva, sobrevivirá un mayor número de empresas que gracias a la oferta de nuevos bienes y servicios, y a la demanda de trabajadores, ayudarán a acabar con la actual situación.
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