Un niño está jugando con su recién comprado balón. Una patada desafortunada hace que caiga entre zarzas, de forma que inadvertidamente se pincha. Las consecuencias del suceso no tardan en hacerse notar: a cada nuevo puntapié, la pérdida de aire es apreciable. En poco tiempo, el balón está inservible y el niño compungido acude a su padre con los restos de su juguete.
Evidentemente, el progenitor tiene que tomar alguna decisión para remediar la tragedia. ¿Cómo tomará esta decisión? La teoría económica tiene la palabra. Básicamente, se abren dos posibilidades: comprar un nuevo balón o reparar el pinchado. Cada una de las acciones supone un coste distinto para el padre, que en este caso se puede medir por la utilidad a la que renuncia al dedicar parte de su dinero a la compra o reparación. Se puede asumir que el coste es inferior en el segundo caso, ya que previsiblemente será menor el precio a pagar por el parche y posterior hinchado del balón.
Habida cuenta de que se trataba un balón nuevo, se puede asumir que, para el padre, la utilidad de repararlo es muy similar a la de otro balón nuevo. Por tanto, lo normal es que el padre en este caso opte por poner el parche. Evidentemente, la respuesta no puede ser concluyente, ya que no se han considerado factores como la diferencia de costes entre un balón nuevo y su reparación. Pero al menos se plantean los fundamentos praxeológicos de algo que parece obvio: la decisión de los sujetos de renovar sus activos no es automática, sino que depende de la relación entre costes (el parche) e ingresos (disfrute de jugar) percibidos.
Si el balón tiene ya una cierta edad o uso, los beneficios que previsiblemente se obtendrán por el nuevo balón quizá sí justifiquen a mucha gente la compra de un nuevo balón, en lugar de reparar el pinchado. “Bah, no pasa nada, ya tenía muchos años”. En términos técnicos, se puede decir que el balón está amortizado, esto es, que los servicios que hemos obtenido de él superan ya el coste que nos supuso. En este sentido, suele ser difícil encontrar balones con muchos parches.
Ésta, que podríamos llamar la teoría del parche, es por supuesto aplicable en ámbitos no tan familiares (en el doble sentido), como pueda ser el de la producción de las empresas. Sobre todo, cobra especial relevancia en el entorno de los sistemas de información. En mi experiencia, los sistemas de información de todas las empresas que he conocido, son siempre “una chapuza”, un “conjunto de parches”, que es necesario tirar abajo y volver a construir de cero. Proliferan los nuevos mapas de sistemas que “vamos a empezar a desarrollar/implantar y que ya resuelven esto que me estás diciendo”.
Lo cierto es que las decisiones relacionadas con el balón son sencillas, y hasta cierto punto de rápida ejecución. No ocurre lo mismo con las decisiones que se toman en las empresas, en particular, las referidas al departamento citado. De hecho, pueden transcurrir varios meses e incluso años desde que los requerimientos del sistema se definen hasta que éste se empieza a explotar. Y durante este tiempo lo lógico es que cambien las preferencias de los consumidores y, por tanto, las necesidades que han de resolver los citados sistemas.
Dicho de otra forma, el sistema de información nace ya “pinchado”, simplemente por los cambios a que da lugar el paso del tiempo, y sin necesidad de que suceda nada extraordinario. Tras todo el tiempo e inversión, el sistema en marcha ya no satisface adecuadamente las necesidades de sus usuarios.
Es el momento de aplicar la “teoría del parche”. Confrontado con la decisión de reparar el sistema, o comprar uno nuevo, el responsable de sistemas ha de decidir como el padre con el balón pinchado. Comparará el coste del parche con el coste del nuevo sistema. En el 99% de los costes, el parche es mucho más barato que la construcción desde cero de un nuevo sistema. Y así el sistema empieza ya parcheado.
De hecho, por aquello de que los sistemas de información son “software” (blandos), parece que son fácilmente moldeables, y muchas alteraciones en las necesidades son recogidas y aceptables debida al bajo coste relativo de los parches. A nadie se le ocurriría mantener el mismo nivel de adaptación con otros activos más “hard”, como puede ser un coche, una casa o un computador.
Así que rápidamente el sistema se llena de parches para dar solución a los constantes cambios requeridos: parece que los beneficios de la nueva adaptación superan siempre los costes de implementarla. Y los sistemas de información se transforman en la “chapuza” a que estamos acostumbrados.
Poco a poco, la cosa involuciona, hasta que los parches incrementan su coste de tal forma, posiblemente por la existencia de parches previos, que el responsable empieza a pensar que es el momento de reconstruir aquello desde cero otra vez. Lo que se producirá en el momento en que la diferencia entre el coste del parche y del nuevo sistema sea inferior a los beneficios incrementales previstos para este. En ese momento, se podrá decir que el sistema antiguo está amortizado.
Y empezará la construcción de una futura chapuza. Que, eso sí, parecerá limpia y espléndida en los primeros papeles que la definan, no quepa duda.
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