Casi 35 millones de españoles estamos llamados a las urnas el próximo 22 de mayo en lo que la corrección política de licenciados en periodismo moldeado por las universidades estatales ha llamado en denominar "fiesta de la democracia". Una fiesta en la que se sacrifican nuestras libertades para el disfrute de los socialistas de todos los partidos y que pagamos los de siempre, los contribuyentes.
No debe llamarnos la atención que entre las tres formas puras de gobierno establecidas por Aristóteles se encontrara el gobierno de muchos que degeneraba en demagogia cuando dejaba de buscar el bien común. Los griegos ya lo pesaron casi todo antes y mejor de lo que nosotros podamos añadir ahora, pero lo que ya se sabía entonces parece haberse olvidado hoy.
El argumento cuantitativo no es ni debería ser el hecho que define lo que se conoce como "democracia", elevando un simple mecanismo de selección de élites a la categoría de sistema político en el que la aritmética es la única regla que valida el ordenamiento jurídico por el que nos regimos. La separación de poderes y un sistema de pesos y contrapesos que mantienen en equilibrio todo el sistema frenando los excesos sin convertirse en un lastre son una parte tan fundamental de una "democracia" como el conteo de votos.
De lo contrario, el mercado político se convierte en campo abonado para el socialismo de todos los partidos, que pugnan por el voto de una ciudadanía dependiente de las prebendas que estos ofrecen. Al iniciar este camino cuesta abajo, el crecimiento del Estado se vuelve incontenible y, prácticamente, irreversible, la red clientelar sustituye los esfuerzos y méritos individuales para convertir la iniciativa emprendedora en sujeto paciente a la espera de las concesiones distribuidas por los gobiernos. El propio sistema se cierra sobre sí mismo y a ningún partido ni a ninguno de los ciudadanos-beneficiarios les interesa poner coto a esa escalada, pues el coste aparece diluido entre toda la sociedad donde la ausencia de precios libres nos impide valorarlo en su dimensión real. Los políticos pasan a ser la casta que controla los mecanismos de poder mientras que los ciudadanos son receptores de renta, ya sea en forma de estudiantes eternos, pensionistas que nunca cotizaron, padres que tienen hijos u organizaciones subvencionadas de todo tipo. En mayor o menor medida, a ninguno le interesa parar la vorágine de explotación del contribuyente pues todos aspiran a beneficiarse de forma que el saldo de lo que aportan les resulte favorable, aunque jamás lo podrán llegar a comprobar.
Nuestro sistema constitucional está viciado en origen al tratarse de una carta otorgada por la clase política en la que se da forma al Estado y de éste surgen todos los derechos y deberes que los ciudadanos deben aceptar. De esta forma es el Estado el que controla a los ciudadanos y no al revés, que como hombres libres pactan una Constitución que defina y limite un poder político que tendrá como deber sagrado respetar los derechos previos de aquella comunidad reunida.
Un sistema que se justifica por sí mismo, que se autolegitima sin apelar a un cierre exterior o anterior, es maleable y corrupto en su propia esencia. Es, en definitiva, el mal del que adolece el sistema jurídico kelseniano sobre el que se levantan nuestras leyes. Si el Derecho se justifica en el Derecho, resolver la constitucionalidad y adecuación de las normas se limita a una simple cuestión formal, que aunque importante, permite trastocar la ley desde la ley vulnerando el espíritu de la misma hasta convertir todas las garantías constitucionales que nos protegen en un mero armazón inoperante. Ley que los políticos pueden saltarse siempre y cuando adecuen los atropellos formalmente, es decir, cumpliendo simplemente los procedimientos, aunque la letra y sus efectos sobre nuestras vidas sean aberrantes.
Esta doble trampa de nuestro nos atrapa en la vorágine de un sistema aparentemente legítimo pero cuestionable, sin dejar margen al necesario control que limite el poder político.
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