No corren buenos tiempos para las vanguardias y la transgresión, para lo desafiante, para lo litúrgico o para lo ceremonial. No corren buenos tiempos para lo eucarístico, que no por ello religioso. No hay espacio ya para lo incómodo o lo desafiante en esta sociedad de desinfectante y espacios protegidos. No corren buenos tiempos para la tauromaquia. Precisamente por ello, urge más que nunca defenderla. No únicamente por la tauromaquia en sí, sino también por lo que representa.
En España -no así en Francia, Portugal o Latinoamérica- se ha tratado históricamente de politizar y polarizar el sempiterno debate en torno a la tauromaquia. El actual segundo partido del Gobierno ha tratado siempre dicha cuestión como una guerra de trincheras entroncada en la amplia batalla cultural de la vieja Piel de Toro. Tal y como afirma con acierto Rubén Amón en “El Fin de la Fiesta” (Debate, 2021), los toros son un escándalo y precisamente por ello hemos de reivindicarlos y defenderlos de aquellos que veneran las sociedades indoloras, inodoras e insípidas.
Los toros son un arte transgresor porque hacen al espectador -pasivo, incluso- ser consciente de la existencia de la muerte y el dolor. Sí, el dolor. Y la muerte. La sociedad moderna parece querer vivir de espaldas a ambas realidades y tratar algo que es cotidiano como un fenómeno marginal. Lo hemos comprobado a raíz de la pandemia. Piensen en la trifulca que se armó, con argumentos de deontología periodística mediante, por la publicación, en la portada del diario El Mundo, de la morgue del Palacio de Hielo. Una sociedad que pretendía seguir tratando la muerte como un fenómeno marginal cuando, desgraciadamente, en aquel momento, era el máximo exponente de la cotidianeidad. Como cuando a un niño pequeño le tapan los ojos o le mandan a su habitación para evitar que presencie una pelea o discusión. Lo único que en este caso eran adultos quienes decidían -y deciden- taparse voluntariamente los ojos y marcharse a su habitación.
Claro que los toros son muerte, dolor y sangre. Pero el taurino no es taurino por ello. El abolicionista sí. El taurino valora y aprecia esa lucha leal y valiente entre toro y torero, entre uro y matador. Los toros reivindican lo estéticamente rompedor y vanguardista a la par que la eucaristía pagana y la liturgia en una sociedad secularizada. Los tauromaquia es conciencia del peligro, la incertidumbre y el arrojo frente al abolicionismo de mirada corta y sectarismo amplio.
Tan sectario y dogmático es el abolicionismo que han tenido que teñir con argumentos políticos un fenómeno que en su origen era puramente artístico y cultural. Los antitaurinos han tratado de erosionar la transversalidad social propia de la tauromaquia politizando al extremo el debate acerca de su legitimidad. En un lado, han tratado de posicionar a la izquierda progresista, presuntamente ecologista y sensible, frente, al otro lado, la derecha presuntamente cavernaria y retrógrada, maltratadora e insensible. Esta dicotomía es la máxima expresión de la estulticia y del desconocimiento acerca de la tauromaquia.
Aunque como fenómeno de masas siempre se ha tratado de politizar el arte del toreo, no hace tanto que se comenzó a emplear como arma arrojadiza en el lodazal político. Las Ventas ha sido presidida tanto por la Pasionaria, en 1936 y al son de “La Internacional”, como por Himmler, en 1939, acompañado de una esvástica colocada sobre el arco de la Puerta Grande del ruedo madrileño para la ocasión. Himmler, quien, por cierto, era marcadamente ecologista y animalista, al igual que muchos de sus compañeros de partido. Las injerencias políticas en la tauromaquia son escasamente conocidas por aquellos que hiperbolizan y polarizan el debate. Tanto es así que una concursante de Operación Triunfo, en 2020 y tras años de estudio de la tauromaquia y profunda reflexión, expresó sosegadamente refiriéndose al arte propio del traje de luces: “Hostias, es que es muy nazi”. Las elevadas sumas de pesetas destinadas por Ernesto Guevara a un boleto en barrera de Las Ventas no parecen respaldar tal profunda disertación.
El hecho es que la tauromaquia siempre ha sido empleada arbitrariamente por manipuladores políticos de todo signo y color. Hoy en día, Abascal y sus acólitos pretenden hacernos creer que el arte del toreo es patrimonio exclusivo de la derecha. De su derecha. Tratan la tauromaquia como un fenómeno identitario más, al igual que la caza o la inmigración. Pretenden hacer de ella, al igual que los abolicionistas, un motivo más de confrontación y pugna. Y eso, como bien afirma Rubén Amón en su obra recientemente editada y previamente citada, no hace ningún bien ni a la tauromaquia ni a sus aficionados. Los toros como cultura, como fenómeno artístico transgresor y vanguardista, a la par que ritual, han de ser defendidos de manera no identitaria para hacer que recuperen la transversalidad que, precisamente aquellos que no disfrutan de la tauromaquia -pero sí la emplean como arma política- le hicieron perder. Tampoco nos confundamos. No es este un fenómeno extraordinario, sino un síntoma más de la hiperpolitización de la sociedad en la cual vivimos sumergidos.
Desde la posición de la izquierda española se ha tornado extremadamente sencillo arremeter contra la tauromaquia y sacar brillo de la supuesta superioridad moral arrogada por ellos mismos. No han tenido más que diseñar una estrategia dialéctica propicia del tablero inclinado de la política española, presentando un debate dicotómico e impermeable a los matices. Toros sí o no, marque su casilla. Sin espacio para la reflexión ni la duda. Así lo ha querido plantear la izquierda, y, mal que me pese, lo ha logrado. El binarismo propio de dicho planteamiento ha conllevado a un debate zafio, falto de argumentos y conducido únicamente por la inercia política.
Por supuesto que hay que defender la tauromaquia, pero de manera inteligente. Sobre todo, hay que protegerla de la prohibición como fenómeno paternalista. De la prohibición como látigo corrector de la cultura, tradiciones y arte considerados cavernarios y retrógrados por un grupo de burócratas amantes de la intromisión e injerencia política.
Debemos defender los toros como expresión máxima de la libertad. Debemos defender la tauromaquia como arte vanguardista en esta sociedad de algodones. Debemos defender la transgresión del capote.
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