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La verdadera lucha por el poder

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Decía Montesquieu que quien tiene poder tiende a abusar del mismo hasta que encuentra el límite; de ahí su empeño en propugnar una separación de poderes que garantizara la libertad como objetivo político. Y es que si en un Estado, “en una sociedad en la que hay leyes, la libertad sólo puede consistir en poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer”, era esencial establecer pesos y contrapesos que limitasen la capacidad de los poderosos de imponer sus criterios sobre lo que se “debe querer”, traducido en leyes.

El problema es que el hombre no es el animal racional que nos han vendido; que ese “deber querer” de cada hombre está condicionado, en gran medida, por lo que creen quienes le rodean; que es la emoción, y no la fría razón, quien nos ayuda a medir el valor de las cosas y nos guía, inconscientemente, mientras navegamos por la vida –alejándonos de cosas susceptibles de causar dolor y acercándonos a otras que probablemente producirán satisfacción-; es la emoción quien nos da la energía que impulsa, organiza, amplifica y atenúa nuestra capacidad racional.

Es esa misma emoción la que hace que los individuos tiendan a formar grupos, basados en las características más arbitrarias que quepa imaginar. Hay científicos, de hecho, que propugnan que nuestras neuronas, de manera espontánea, recrean -o tienden a recrear- los patrones mentales de quienes nos rodean (por supuesto, sin tener que someterlos previamente a un análisis crítico exhaustivo). De hecho, según algunos autores, cuanto más se imitan dos personas una a otra, más se gustan; y cuanto más se gustan, más se imitan.

Gramsci, en cierto modo, lo entendió muy bien, de ahí su empeño, el suyo y el de sus seguidores, en ir alcanzando una hegemonía cultural acorde con sus ideas. Basta, de hecho, con que esté generalizada esa “imagen” de hegemonía por parte de un grupo, sea o no realmente mayoritario, para que el mismo gane adeptos sin casi esfuerzo. Por eso es por lo que es tan importante para algunos el dominio de los medios de comunicación… por eso es fundamental no abandonar nunca la batalla cultural: el problema no es partidista, de quién gobierne cuatro años gracias a la propaganda y los medios; el problema es que si se pierde esa batalla cultural se habrán acabado nuestras libertades tal y como las entendemos, haya o no separación de poderes, pesos y contrapesos, porque la mayoría impondrá lo que se “debe querer” y los disidentes podremos hacer bien poco.

Muchos de nuestros políticos, sin embargo, parecen no haberse enterado. A este ritmo, jamás se enterarán. Parece que tampoco nos hemos enterado muchos de nosotros, aunque nos vaya nuestro futuro en ello y el poder vivir la vida como la hemos entendido hasta ahora.

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