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La violencia de los pacíficos

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El «escrache» se ha puesto de moda. Este anglicismo que tomó significado en Argentina hace referencia al acoso al que se ven sometidos los políticos en sus actividades diarias y cotidianas por grupos de ciudadanos, más o menos organizados, que pretenden con ello reivindicar algún derecho o algún servicio que consideran esencial, haciendo difícil, si no imposible, la vida del acosado, y en algunos casos, de sus familiares y amigos. La diferencia con otro tipo de acoso es que éste pretende ser pacífico, o al menos, todo lo pacífico que entienden los acosadores.

El pacifismo o la no-violencia, como a algunos les gusta llamarlo, ha sido y es una virtud reivindicada por la izquierda, sobre todo en Occidente. Desde que Ghandi puso de moda el concepto en La India bajo mandato británico (pacifismo siempre apoyado por la violencia de Nehru y sin la cual, la independencia se habría dado en otras circunstancias), el pacifismo es una virtud que se nos cuela hasta en la sopa a las primeras de cambio y que, a poco que investiguemos o simplemente observemos, no se corresponde con los hechos.

Porque eso de pacífico es muy relativo y mutable. Cuando Orwell introdujo la «neolengua» en su obra cumbre 1984, sólo estaba plasmando que la izquierda tiende a redefinir continuamente los conceptos, de forma que siempre se adapten a las circunstancias y los objetivos del sistema o de la política que el Gobierno desarrolle en ese momento. Así, no fue sorprendente que bajar los impuestos fuera de izquierdas, como nos dijo Zapatero en un momento brillante de su legislatura, por mucho que el sistema que defendía estuviera basado en la supremacía del Estado, que requiere más y más recursos ciudadanos para sobrevivir. Claro, que tampoco sorprende que subir los impuestos sea cosa del PP, y es que, como dijo Hayek, hay socialistas en todos los partidos.

El pacifismo es, por tanto, susceptible de mutación si las circunstancias lo requieren, tanto como achacar al enemigo todos aquellos vicios de los que adolecen. Así, algunas manifestaciones pacíficas que convocan las organizaciones de izquierdas terminan en altercados de orden público, con coches quemados, escaparates rotos, saqueos y heridos, incidentes todos ellos que se achacan a infiltrados de la Policía o a personas que nada tienen que ver con los que la organizan, elementos subversivos que pretenden dar mala imagen de movimientos tan nobles y solidarios.

La «okupación» de cualquier inmueble es un acto pacífico, aunque al dueño le pueda hacer maldita la gracia ver cómo su casa o su finca se convierten, con el uso de los «okupas», en una especie de estercolero. El saqueo de un supermercado o unos grandes almacenes es un acto de justicia social, ya que lo saqueado termina, según la propaganda oficial, en manos de los necesitados, necesitados en algunos casos de jamón de Jabugo o de caviar ruso. Los gritos que interrumpen o impiden una conferencia o un discurso se convierten, como por arte de magia, en una reivindicación o incluso un acto de libre expresión que es vilmente reprimido por los organizadores de los actos. Todo se nos muestra como actos pacíficos, justificados por las circunstancias y por una moral algo retorcida.

Nada nuevo bajo el sol, como diría el clásico, porque estos episodios violentos son una evolución de los que se dieron en el siglo XIX, la época del anarquismo y de la revolución, una copia adaptada a los tiempos de los actos que protagonizaron los secuaces de Lenin, Trosky y Stalin durante la Revolución Rusa, los que perpetraron los fascistas de Mussolini o los nazis de Hitler, o las manifestaciones, pagadas por el dinero de la Unión Soviética e impregnadas de ese pacifismo tan controvertido, que terminaban en las bases de la OTAN en suelo europeo y que acababan siendo disueltas por los antidisturbios cuando intentaban ir más lejos de lo pactado con las autoridades. El totalitarismo siempre ha sabido usar la violencia adecuada, disfrazando el lobo con piel de cordero, algunas veces lechal, y aprovechar la ceguera del observador. Y no hay más ciego que el que no quiere ver.

Y es que este pacifismo sesgado, que sólo afecta a unos y no a otros, que debería ser sospechoso desde su nacimiento, tiene un éxito inusitado, según va avanzando la ideologización de la población a través de las herramientas que el Estado de Bienestar pone en manos de los lobbies de poder. Hoy es el «escrache», ayer fueron las manifestaciones y las ocupaciones de lugares públicos durante varios meses, afectando de esta manera a viandantes y personas que tenían sus negocios en las calles y plazas afectadas. Parece que los derechos de éstos últimos no eran importantes frente a los derechos de los congregados. Y es normal, tener un negocio y sacar beneficios es propio de malvados capitalistas, de talibanes del libre mercado, de explotadores de los trabajadores, de rentistas y propietarios. Todos deben ser castigados, pero pacíficamente, que no se noten los moratones.

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