Se viene hablando mucho últimamente de los años 70, a raíz de factores tanto económicos como políticos. Una de las correlaciones que más comúnmente se establece en los medios de comunicación es la referente a la actual crisis energética con la ocurrida durante la década de 1970, incidiendo especialmente en el descontento social surgido a raíz de la misma y sus efectos directos sobre las demandas y tendencias políticas. El shock acaecido entre 1973 y 1974, a raíz del embargo petrolero a manos de la OPEP, causó que las principales economías del mundo se paralizasen y generó enormes revueltas sociales que duraron hasta que se encontró una solución al problema. Esta vez la situación es algo distinta, ya que los problemas derivan de una transición energética con claros costes colaterales que, además, parecen no tener solución en el corto plazo. Pueden ser precisamente estos costes y, más en concreto, su distribución, lo que genere grandes consecuencias geopolíticas, pudiendo llegar incluso a variar algunas de las más importantes correlaciones de poder globales. Veamos.
En primer lugar, es muy relevante tener en mente los costes de la transición energética si realmente queremos realizar un análisis serio sobre sus presentes y futuras consecuencias. Al respecto, el economista Jean-Pisani Ferry elaboró un valioso informe para el Peterson Institute for International Economics en el que estimaba que -acorde a los cálculos elaborados previamente por Stern y Stiglitz- la transición ecológica podría tener un efecto de pérdida de PIB potencial en la economía mundial del 3,7%. En la actualidad estamos observando que puede que dichas predicciones se queden incluso cortas, pudiendo generar una inestabilidad política dentro de los países mayor incluso que la de los años 70, ya que en este caso se trataría de factores internos (apoyo político a la transición ecológica) y no externos (embargo Opep) los que estarían causando dicha crisis energética. De hecho, si no se buscan e implementan soluciones efectivas que eviten que los costes de la transición energética recaigan en su conjunto sobre los más desfavorecidos, esto podría conllevar a dinámicas políticas que aúpen -aún más- ciertos discursos reaccionarios hoy en boga.
Hoy por hoy parece ser que dicha solución aún no se ha encontrado. Los días 21 y 22 de octubre se reunió el Consejo Europeo para tratar con prioridad la propuesta del Gobierno de España de diseñar conjuntamente una reforma del mercado energético mayorista a nivel europeo. Algunos países como Francia, Grecia, Rumanía o la República Checa ampararon dicha petición, pero frente a la negativa de Alemania, Austria, Dinamarca, Finlandia, Irlanda, Luxemburgo, Estonia y los Países Bajos, no se llegó a concretar nada. Ursula von Der Leyen anunció que pronto se convocaría un Consejo formal sobre el almacenamiento de energía y las reservas estratégicas, pero parece ser que esto no va a llevar a grandes cambios en el corto o medio plazo, mientras el problema sigue creciendo. Mientras tanto, la mayoría de los gobiernos europeos insisten en tratar de paliar la crisis energética con subvenciones o tratando de recortar la factura energética vía rebajas de impuestos, lo cual no soluciona ni mínimamente el verdadero problema: la gran revalorización del gas y de los derechos de emisión de CO2. En el siguiente gráfico se puede observar la evolución del precio de los derechos de emisión de CO2 en la Eurozona desde el año 2005.
Mientras es probable que el precio del gas vuelva a estabilizarse una vez solventados determinados cuellos de botella relacionados con el transporte, parece que el elevado -y creciente- precio de los derechos de emisión de CO2 no se trata de un factor coyuntural. Esto puede ser una de las principales causas de que el impacto económico de la transición energética se prolongue más en el tiempo que la crisis de 1973-1974, con efectos lógicamente heterogéneos entre países, dependiendo de sus estructuras productivas y de su dependencia de unas fuentes u otras de energía. Para el caso de Europa se puede afirmar que, en cualquier caso, el efecto económico de la transición será intenso, con notables efectos sobre la inflación (como ya estamos viendo), al menos en el corto y medio plazo. Al respecto, conviene recordar que la inflación de la Eurozona solo ha superado el 4% en una ocasión previa a la actualidad, siendo esta durante la Gran Recesión. En el siguiente gráfico se puede observar la evolución de la tasa de inflación en la Eurozona desde finales de la década de los 90.
Mirando hacia la Unión Europea, en caso de que la situación continúe como en la actualidad, podríamos pasar de un escenario en el cual las demandas políticas de la ciudadanía se dirigen casi en exclusiva a los gobiernos nacionales a uno en el que el hastío de los ciudadanos y sus reclamaciones se comiencen a dirigir hacia Bruselas. Esto último generaría un innegable rechazo a la Unión Europea como proyecto político, incidiendo en mensajes euroescépticos con mucha acogida a lo largo de los últimos años. Además, dichas demandas y protestas políticas se asentarían sobre una sólida base material y objetiva, siendo esta la incapacidad de Bruselas de proponer soluciones a nivel europeo a un problema conjunto que está empobreciendo a la ciudadanía de la UE y privando de acceso a un bien básico como la energía a los ciudadanos más desfavorecidos de la Unión.
De hecho, va en el interés de la propia UE resolver el problema del creciente precio de la energía, ya que si el discurso euroescéptico cala más hondo agarrándose a la crisis energética, en último término esto podría conducir incluso a una reversión casi total de la agenda para la transición energética, suponiendo un fracaso estrepitoso para la UE. Incluso podríamos vivir en el corto plazo escenarios de confrontación directa entre determinados gobiernos nacionales y altas esferas de la UE, al atar esta última de manos a los ejecutivos nacionales a la hora de tomar medidas para paliar el encarecimiento de la energía. Ningún gobierno nacional va a aceptar la aparición de sus Gilets Jaunes particulares sin poner todos los medios para tratar de evitarlo previamente.
Por otro lado, dejando de lado el asunto de los derechos de emisión de CO2, hay otros factores que pueden contribuir a paliar la crisis energética o, en su defecto, a incidir en ella. Este es el caso del gasoducto Nord Stream 2, que hasta ahora Rusia ha mantenido bloqueado en Alemania hasta que considere oportuno, en base a los precios internacionales del gas y el suministro nacional. Mientras tanto, EE. UU. ha acusado a Rusia de manipular el mercado, lo cual podría llevar el debate sobre la crisis energética a una escala mayor. En dicho escenario, las principales potencias globales se verían obligadas a medir sus fuerzas y, en base al resultado de dichas disputas diplomáticas, algunas correlaciones de poder podrían verse afectadas. Por supuesto, a todo esto, no nos podemos olvidar de China, que ni siquiera ha hecho acto de presencia en la COP26, mostrando su rechazo frontal a la transición energética global, aumentando las fricciones ya existentes con las principales potencias occidentales.
Vemos que la crisis energética toma mayor importancia de la que en un principio parecía tener. Sus repercusiones ya no se limitan únicamente al plano económico, sino que tocan de lleno la política internacional y lo referente a las relaciones comerciales y diplomáticas entre las principales potencias globales. No le quiten ojo a lo largo de los próximos meses.
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