Al lado de Santiago de Cuba se encuentra la colina de la Gran Piedra. La cima, aparte de destacar por la formación que le da nombre, estaba otrora cubierta de cafetales que explotaban los franceses emigrados, más bien huidos, de Haití. La mayoría de dichos cafetales están ahora en ruinas, con algunos restos de las haciendas aflorando aquí y allá entre la exuberante vegetación.
Uno de dichos cafetales se transformó en un jardín botánico, y supone, o supuso, una atracción turística para los visitantes de Santiago. Al lado de la entrada al citado jardín existe, o al menos existía cuando yo tuve oportunidad de visitar el área, un diminuto puesto de frutas en que una paisana despachaba el género a los escasísimos visitantes que por allí andábamos. Y es que para alcanzar la cima, donde ruinas de cafetales y Gran Piedra aguardan, hay que recorrer 13,5 kilómetros de empinada y curvada carretera, cuyos baches revelan que conoció tiempos mejores; mucho mejores. Que a nadie engañen los 20 minutos que Google Maps promete a quien trate de hacer la subida con su vehículo.
En el puestito de frutas se podían adquirir bananas y limas, quizá mandarinas también, no mucho más. Habida cuenta de la afluencia de público, que limitaba enormemente las expectativas de ingresos de la afanosa dueña, optamos por adquirir unas cuantas limas dulces, y en la mejor tradición de los escritores viajeros, trabar conversación con la señora. Del diálogo se desprendió que emanaba felicidad, era un gran día para ella, y lo era por dos razones.
Alborozo por la energía turca
En primer lugar, porque hoy había vendido algo de fruta, las limas dulces que degustábamos en ese momento. Y, en segundo lugar, porque había noticias bastante solventes sobre que próximamente el gobierno iba a arreglar la carretera que subía a la Gran Piedra, lo que, esperaba ella, redundaría positivamente en su negocio.
Esta querida paisana vivía con la ilusión de que el gobierno cubano iba a resolverle prontamente sus problemas, y la alegría que le daba tal ilusión solo era equiparable a la que le producía habernos vendido media docena de limas.
Unos días después, ya milagrosamente en La Habana, asistimos a un episodio parecido, que confirmó las sensaciones que nos dio la vendedora de la Gran Piedra. Estábamos visitando el castillo de la Real Fuerza cuando de repente se escuchó a nuestro alrededor un estallido de vítores. Los cubanos aclamaban y aplaudían. A toda velocidad subimos a la azotea del castillo y pudimos contemplar la causa de tanto alborozo. Por el canal de Entrada navegaba una colosal central termoeléctrica flotante de bandera turca. Su destino debía de ser, imagino, el puerto de La Habana, y la alegría se correspondía con la ilusión de los cubanos de que por fin el gobierno iba a acabar con sus problemas de abastecimiento de energía eléctrica.
La impotencia de la sociedad
Dicen que de ilusión también se vive, y quien haya asistido a ambos episodios, se dará cuenta de que los cubanos poco más tienen para vivir. Pero al mismo tiempo que ilusión e ingenuidad, son episodios que revelan la impotencia de una sociedad sometida desde hace muchos años a las dádivas del gobierno comunista, que ha desactivado casi completamente la capacidad de cada individuo para controlar su destino. Su felicidad depende siempre y casi exclusivamente de lo que haga o crean que va a hacer el gobierno.
Me vienen estos episodios a la memoria cuando contemplo algunas de las iniciativas recientes del gobierno español, cuyo corte ideológico es mucho más cercano al del gobierno cubano de lo que me gustaría.
Observo que en octubre se dio una paguita de 150 euros a los funcionarios del Estado; que se van a repartir no sé cuántos miles de millones de euros en subvenciones, o que se pretende acortar la semana laboral a 4 días sin bajar el sueldo. Se les dan gratis a los jóvenes los viajes en tren y a los ancianos los viajes a la playa. Dádivas de todo tipo que da nuestro Gobierno a propios y extraños con las expectativas, supongo, de conseguir su voto.
Un espíritu cubano
Y yo me alegro con todos los receptores de tanta generosidad. Pero al mismo tiempo, espero que dichas dádivas, que en algunos casos no pasan de ridículas limosnas, no hagan cambiar a nadie su voto (se entiende, a favor del partido en que forma el gobierno que se las da).
Si de verdad 150 euros en la nómina de octubre consiguen que algún funcionario dé su voto a este Gobierno, entonces nuestra proximidad a ese mundo de la ilusión, la ingenuidad y la impotencia que representa Cuba, está peligrosamente cerca. Esos que cambian el voto serán los mismos que se alegren dentro de unos años cuando el Gobierno les racione una barra de pan y mortadela para comer y les deje encender la televisión y la calefacción (o el aire acondicionado) 4 horas al día: le estarán agradecidos por toda la miseria que les ha traído.
Pero olvidemos los malos agüeros que nos trae la teoría económica: que pasen una feliz Navidad y empiecen tan bien como sea posible el 2025.
Ver también
Experimentando la teoría del control de precios en Cuba. (Fernando Herrera).
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