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Las multinacionales del chantaje

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El 24 de marzo de 1989 el petrolero Exxon Valdez se golpeó contra unos arrecifes frente a las costas de Alaska, una cantidad de petróleo equivalente al contenido en 1,48 millones de barriles se vertió en el agua y la superficie afectada cubrió unas 460 millas cuadradas a lo largo de 2.000 kilómetros de costa provocando una catástrofe medio ambiental cuyo coste de limpieza se elevó a 2,1 billones de dólares.

Dos circunstancias ayudaron a magnificar el incidente. Por una parte, Alaska fue presentada como un ecosistema virgen prácticamente ajeno a la acción humana, la Madre Tierra en toda su potencia. Aún hoy, la posibilidad de explotaciones petrolíferas dentro de este territorio genera polémica y rechazo. Por otra, los medios de comunicación desarrollaron un seguimiento detallado del incidente casi siempre desde la perspectiva ecologista. La televisión espectáculo tuvo otro gran desastre medioambiental, el cuarto del quinquenio. En el accidente de Bhopal en la India murieron miles de personas la noche del 2 al 3 de diciembre de 1984 debido al escape de gases tóxicos. El 11 de julio de 1985 gobierno francés ordenó el hundimiento del barco ecologista de Greenpeace Rainbow Warrior en el puerto neozelandés de Auckland. Por último, la catástrofe de Chernobil, el 26 de abril de 1986, se produjo debido al desinterés del gobierno soviético en el mantenimiento de una central obsoleta incluso para su época. Todos ellos ayudaron a sembrar los medios de comunicación de imágenes "espantosas" que los televidentes y votantes no estaban dispuestos a consentir. Los políticos, asustados por el impacto de semejantes espectáculos, pusieron entre sus posibles aliados a tan molestas organizaciones.

El accidente del Exxon Valdez no ha sido ni el mayor ni el más importante de los que han afectado el mar pero se convirtió en un punto de inflexión en la actividad del movimiento ecologista y a Exxon en el arquetipo de capitalismo salvaje y en uno de los mayores enemigos de la Humanidad. Pero ante todo estamos ante un ejemplo práctico de cómo los grupos ecologistas ganan prestigio por la fuerza y con la connivencia de muchos.

Accidentes e incidentes como estos han jugado a favor de los grupos ecologistas a lo largo de estos últimos años creando una imagen donde la denuncia y la solidaridad, el buenismo en definitiva, sustituye a la realidad, una realidad que en manos de los ecologistas roza, cuando no invade, la ilegalidad y que en buena parte echa mano de la coacción e incluso de la violencia desatada. A diferencia de otras instituciones y organismos, los grupos ecologistas no son simples think tanks que ofrecen sus ideas o defienden ciertas posiciones políticas o sociales. Los grupos ecologistas son organizaciones en los que se mezclan la ideología, la política, el activismo social coactivo, el marketing de la marca y el chantaje a las empresas en forma de campañas de denuncia que orbitan desde las fuentes de energía a la química de sus productos. Nadie está fuera del punto de mira de estas multinacionales del chantaje.

Resulta complicado explicar las razones por las cuales unas organizaciones que persiguen, invaden propiedades y destruyen bienes tienen el beneplácito del público. Pensemos por un momento lo que se diría si unos agricultores especializados en cultivos transgénicos, hartos de esta actitud chulesca y violenta, entraran en la sede de Greenpeace se encadenaran y destrozaran todos los ordenadores y mobiliario como los ecologistas hacen con sus cosechas. Dos son los aliados naturales que juegan a su favor: los medios de comunicación que incorporan a sus líneas editoriales las ideas de las organizaciones ecologistas e incluso pueden contar entre sus redactores con activistas o miembros de algunas de estas organizaciones, y los partidos políticos y las instituciones estatales que favorecen sus políticas e incluso las incorporan en sus programas y labores de gobierno.

La primera de las alianzas conlleva dos ventajas claras. Por una parte les permite un canal adecuado no sólo para dar a conocer a sus ideas, sino también para adoctrinar a una parte de la sociedad que suele dar credibilidad a los artículos y los reportajes que en ellos se publican frente a otras fuentes de información más áridas y menos populares como son los propios organismos científicos. La segunda es precisamente ese barniz de credibilidad en el que se envuelven y que los medios de comunicación les conceden y que les permite ganar imagen incluso cuando sus actuaciones rozan lo ilegal o incluso cuando lo sobrepasan hasta el punto de que el agredido se convierte en el villano y el agresor en el héroe.

Este comportamiento no sería posible si no tuvieran a los organismos públicos de su parte. Las alianzas entre los partidos políticos y los grupos ecologistas se hace plena cuando estos entran en el espectro político de mano de los primeros. No son sólo las ecotasas o las políticas energéticas basadas en las energías renovables, que son comunes a partidos de derechas e izquierdas; de todos es conocida la alianza rojiverde que gobernó la Alemania de Schröeder o el acuerdo que alcanzaron Los Verdes con el PSOE para las elecciones generales de 2004. Esta posición ventajista tanto en la opinión pública como en los poderes estatales es la que les permite presionar a las empresas para que estas dediquen parte de sus recursos a satisfacer sus objetivos.

Así, buena parte de los recursos de las empresas se destinan, a través de la responsabilidad social corporativa, a financiar programas sociales de contenidos cercanos a las tesis ecologistas. La enseñanza pública y su alianza con la empresa se convierte en una herramienta importante de perpetuar esta tendencia. De la misma manera, empresas energéticas, alimentarias, químicas y cualquiera que sea potencialmente peligrosa para el medio ambiente, siempre desde una perspectiva ecologista, tienden a mantener buenas relaciones con los poderes públicos que favorecen este tipo de políticas. Cualquier esfuerzo es poco para evitar caer dentro de sus críticas y campañas pues los efectos pueden ser a la larga, contraproducentes. Gobiernos tan poderosos como el francés y el estadounidense terminan, cada uno a su manera, rindiéndose a sus peticiones aunque nada es suficiente para calmar sus ansias.

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