Como un ente con vida propia, el Estado también es capaz de adaptarse a las circunstancias. Para ajustarse a la realidad y pagar las deudas contraídas por exceso de gasto, cabían dos opciones: adelgazar el propio Estado o aumentar el expolio de los contribuyentes que lo sustentan. A estas alturas ha quedado probado que los políticos profesionales y la mayoría de las "fuerzas vivas" del país han optado por la segunda opción.
Una opción nefasta que nos arrastra a un empobrecimiento generalizado sin salida, ya que no estamos dispuestos a admitir que el actual sistema de privilegios organizados desde el Estado está basado en un principio de planificación centralizada que no puede dar buenos resultados. La distribución de la riqueza no es más que una forma de apaciguar las conciencias con el dinero de los demás mientras que su efecto real solo comporta quitar recursos a los individuos y repartirlos en base a estadísticas que nunca solucionarán los problemas concretos y únicos a los que debemos enfrentarnos a diario. Las subvenciones y regulaciones generan verdaderas externalidades negativas que son abordadas con nuevas subvenciones y más regulaciones en una maraña sin fin que entorpece la libre elección de cada uno.
No vivimos en una era de capitalismo o neoliberalismo sino todo lo contrario, no hay en Europa en general y en España en particular, ninguna actividad económica, y por tanto humana, que no dependa directa o indirectamente de las concesiones del poder político. La planificación se hace notar en las leyes que regulan desde los asuntos de alcoba hasta la moneda. Y, en ningún caso, tiene éxito pese a que en sus campañas publicitarias nos hagan creer que es posible terminar con los accidentes, como es el caso de un reciente spot de la Dirección General de Tráfico que aspira a conseguir que no haya ningún muerto en las carreteras. Semejante negación de la realidad no puede más que crear frustraciones pues aunque se consiguieran disminuir los accidentes nunca se conseguirá terminar con las desgracias fortuitas o negligencias que nos rodean.
El gran éxito de la democracia consiste en convertirnos en necesitados de esa supuesta distribución de la riqueza, calmados por la seguridad que supone socializar las pérdidas de cada uno en el conjunto de la sociedad. Todos y cada uno somos los principales interesados en apuntalar el sistema para que el status quo se mantenga y no peligre nuestro modo de vida. Parece una contradicción, pero el socialismo genera sociedades muy conservadoras.
Todo parásito está interesado en la supervivencia del propio huésped porque es la suya propia; no obstante, el cuerpo parasitado se debilita y, en no pocos casos, fallece. Algo similar ocurre con todos los organismos públicos que parasitan a los contribuyentes. Mientras se puede obtener una abultada recaudación de impuestos en tiempos de bonanza y se contraen deudas que pagarán nuestros hijos todo el mundo parece entusiasmado. No obstante, la capacidad emprendedora de la sociedad se desgasta y los burócratas de turno constatan "problemas estructurales de productividad". Ya es demasiado tarde, un cuerpo social debilitado que es el huésped de todas las subvenciones y ayudas que reparte el Estado será incapaz de sustentar semejante pirámide de privilegios enmascarados por el lenguaje políticamente correcto como "ayudas".
El Estado se autorregula, pero no siempre elige la mejor opción. El gran leviatán que imaginábamos como bestia gigante se asemeja más a un pequeño pero incómodo parásito. El huésped respira fatigado y no le queda energía que este parásito estatal pueda seguir aprovechando. Solo nos queda vigilar nuestros bolsillos y ahorros porque el parásito hurgará hasta sacarnos hasta el último céntimo.
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