No ya en el presente, sino desde hace al menos una centuria, puede distinguirse con cierta nitidez entre dos tipos de liberalismo: el “posible”, o ingenuo, y su antagónico, y por tanto, “imposible”, o utópico. Hay quien, con buen juicio, considera a ambos “utópicos”, dado que la ingenuidad del Liberalismo oportunista, por así decirlo, no deja de plantearse en un escenario tan inverosímil (encorsetar al Estado) como el esbozado por el liberalismo estrictamente utópico (negación de lo político). Conviene aclarar algunos aspectos sobre ambos:
Liberalismo Posible, o Ingenuo, incluso “clásico”. Es tan diverso que cualquier definición peca de imprecisión y sesgo capcioso, pero aun así lo consideraré como un movimiento estatista, si por Estado, en su sentido contemporáneo, tomamos a aquel poder unificado y racionalizado que pretende desbancar a cualquier otro poder que le sea ajeno, todo ello con la intención de garantizar el respeto de la libertad individual, la autonomía de la voluntad y la asociación civil fundada en la autoridad de la ley (Estado liberal, y no totalitario).
Estos valores, que tan antiguos nos parecen, fueron los que hicieron a la mayoría de los liberales del XIX (si no antes) apostar por la refundación del poder en base a criterios constructivistas, no obstante inspirados en la carencia de instrumentos políticos y jurídicos que garantizasen la libertad del individuo frente a las fuerzas del antiguo régimen: aristocracia, corte, clero y gremios, por ejemplo. Se trata de una concepción del Estado como translación política de la Ley igual para todos, de su autoridad y su vocación de no interferir en los fines individuales.
Sin embargo, puesto que tamaño esfuerzo es tomado en su conjunto, terminan surgiendo y triunfando valores netamente colectivistas, a modo de respaldo teórico para un entramado institucional ciertamente condenado a la restricción progresiva de la libertad individual. Se cree en la voluntad o el interés general, en el carácter liberador y equiparador de la instrucción pública, del mismo modo que se empiezan a justificar determinadas políticas públicas (A. Smith).
La ingenuidad del posibilismo se traduce, en una época más reciente, en una suerte de conservadurismo oportunista y temeroso, cautivo del Estado y el culto a la unicidad del poder (y que muchas veces bordea el autoritarismo). Queda en él algún resquicio de radicalidad económica, pero sólo alumbrado cuando el resto de facetas sociales se estiman bajo control.
Liberalismo imposible, o utópico. No necesariamente anarquista, porque a pesar de la radicalidad que encarna, muchos de sus defensores asumieron acomplejados el mito del poder impersonal y unificado (confundiendo Estado con gobierno, como sucede en Mises o en Hayek, que siempre arrastró su pasado fabiano).
En su versión más extremista, se trata de un movimiento disperso e indefinido que surge de la frustración y el desencanto político. Despertando del letargo de ingenuidad en el que tan cómodos se sienten sus compañeros conservadores, los liberales utópicos creen incluso superada la etiqueta que los distingue, deseosos de marcar las diferencias y plantarle cara al socialismo en solitario. Negando lo político se alejan de un rigor intelectual que, a pesar de ello, siguen creyendo en su haber.
La utopía se basa en eso mismo: eliminar todo aquello que cuestione la razonabilidad o el consecuencialismo de sus hipótesis (la verosimilitud de una utopía depende más de lo que olvida, oculta o desprecia, que de la rigurosidad del razonamiento lógico que parece confirmar sus máximas). El sesgo político, o la subversión jurídica (creyendo ciegamente en un cierto “contractualismo individualista”), hace a este tipo de liberalismo ubicar el orden de económico, bien por encima de aquellos otros órdenes que en realidad lo preceden, o por el contrario como un todo ajeno a la realidad, ecuación perfecta de la que obtener conclusiones apodícticas (no les interesa la con-vivencia, sino exclusivamente la co-existencia social).
El liberalismo imposible es rebelde, y radical, pero también constructivista y en ocasiones altivamente necio (como todo constructivismo): no entiende el Derecho, ni lo pretende; parte de un tipo ideal de individuo, previo a lo social, ajeno a lo político e íntegro a priori en sus posibilidades de interacción. Confunden el Poder con las facultades de domino real (propiedad privada), regresando así a fases del proceso social muy superadas tras largos siglos de evolución jurídica y política, y que son parte del acervo que define a esa misma sociedad abierta que también dicen defender.El dominio competitivo (propiedad plural) no es capaz de explicarlo todo, pero sí proporciona apariencia de perfección al constructo teórico del liberalismo imposible (resolviendo la cuestión de la soberanía sin negarla por completo -como debería ser-, sino a través de un engendro sin sentido: concediéndosela al individuo).
Y dado que los dos tipos de liberalismo se hallan en la misma precariedad, a pesar de los movimientos y los esfuerzos de uno y otro por aparentar una integridad que le es imposible a ambos, permanece la encrucijada de la que no puede rehuir quien cree en la libertad del individuo. No queda otra alternativa que recurrir a un estudio de tipo compositivo, que admita la primacía del orden jurídico y moral sobre todos los demás, que comprenda la relevancia del hecho político, de conceptos tan importantes como son el de autoridad y el de potestad, o que sepa distinguir, conociendo la naturaleza de ambos, entre Gobierno y Estado, entre lo común y la mera estructura de dominación impersonal y teleológica, sostenida sobre la moral redistributiva. La complejidad de esta disyuntiva debe motivar las más severas reflexiones, evitando dejarse llevar por la autocomplacencia del oportunista, o del radical, del utópico o del ingenuo que todos llevamos en nuestro interior con mayor o menor intensidad.
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