Los liberales solemos afirmar que somos favorables a la igualdad de oportunidades pero no a la de resultados. En principio, contemplamos la primera como la creación de un conjunto de circunstancias homogéneas a partir de las cuales todo el mundo pueda prosperar; mientras que la segunda se correspondería con la instauración de un sistema socialista donde cada cual recibiera según sus necesidades aun cuando no hubiera aportado según sus capacidades. En realidad, la diferencia entre ambos tipos de igualdades es mucho menor de lo que parece y, por tanto, deberían merecer un rechazo similar.
Tengamos presente que la ideología del igualitarismo es una de las más perversas que han sido concebidas por el ser humano, ya que pretende reducirlo a un animal gregario cuya acción sólo es relevante y lícita en tanto sea igual a la del resto de los miembros. La finalidad y el modo de realización de la acción carecen de importancia para el igualitarismo: la bondad queda definida según su ajuste al patrón igualitario. No hay valores, ni moral, ni ética: sólo pretensión de simetría.
El liberalismo, por tanto, debería ser especialmente cuidadoso a la hora de apoyar igualitarismos con coletilla aparentemente atractiva; la igualdad de oportunidades "suena bien", pero no por ello debe ser aplaudida con efusión y utilizada como ariete contra la igualdad de resultados.
Una oportunidad es toda posibilidad de acción exitosa por parte del actor. Cuando una persona sabe cómo alcanzar un fin estamos ante una oportunidad. La oportunidad, de este modo, es una creación de la acción humana; depende de las percepciones, de los juicios y, sobre todo, de los fines del actor. A cada fin le corresponden diversas oportunidades potenciales en tanto sean creadas por el actor.
La igualdad de oportunidades yerra precisamente en este punto. No se pueden igualar las oportunidades de dos individuos porque tanto sus fines como su conocimiento acerca de cómo satisfacerlos son distintos. Igualar las oportunidades significa necesariamente igualar los fines y establecer un modo óptimo de satisfacerlos ex ante; en otras palabras, la igualdad de oportunidades requiere eliminar la libertad y establecer un sistema de planificación centralizada.
De hecho, si igualamos las oportunidades estamos indirectamente igualando los resultados. Cuando tenemos y conocemos las mismas posibilidades de acción exitosa hacia unos fines idénticos, el resultado sólo puede ser único para todos. Así mismo, en tanto los resultados fueran distintos para los diversos individuos, se generaría una distribución desigual de los medios creados "ex novo" que, en definitiva, crearía una desigualdad de oportunidades.
Tanto la igualdad de resultados como la de oportunidades, por consiguiente, requiere de una tabula rasa continuada que elimine al ser humano y su acción. El mundo debe ser planificado de acuerdo con los dictados igualitarios y no con los libres acuerdos de las partes.
Pero si rechazamos la igualdad de oportunidades, ¿qué nos queda? Pues volver a nuestros valores fundacionales: la libertad de oportunidades. Lo importante no es que todo el mundo tenga unas mismas oportunidades, sino que todo el mundo tenga la libertad de crear sus propias oportunidades; esto es, de descubrir los planes adecuados para satisfacer sus fines concretos.
De nuevo, frente al histerismo socialista que utiliza la igualdad para cercenar la libertad y el progreso, debemos recordar que las oportunidades no pueden igualarse salvo a través de la más intensa represión y siempre a costa de eliminar el bienestar de los individuos.
Ni igualdad de oportunidades ni igualdad de resultados: libertad de oportunidades.
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