El socialismo democrático, trasunto descafeinado del socialismo totalitario, nos dice que es perfectamente compatible mantener un sistema de alta coacción institucional y garantizar al mismo tiempo el ejercicio de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos.
Para dictaminar sobre la veracidad de este aserto, conviene recurrir a la experiencia histórica y entonces constataremos que ningún sistema político respetuoso con los derechos de sus ciudadanos ha prescindido de un orden económico similar a lo que hoy conocemos como el libre mercado. Es que no hay otra opción si buscamos un sistema que garantice el ejercicio de los derechos civiles, puesto que la libertad económica es el principal soporte del resto de libertades del individuo. Los intelectuales suelen despreciar la libertad económica bajo el prisma de que es únicamente una forma de cubrir las necesidades materiales (además ineficiente, comparada con el socialismo al que dedican sus constantes soflamas). Sin embargo, la libertad económica es un fin en sí misma, comparable al ejercicio del resto de los derechos civiles que caracterizan a una sociedad libre, pues cuando se anula la libertad económica, se priva al ser humano del ejercicio de una de las capacidades primordiales que le distinguen de los seres irracionales. Hablamos de la "empresarialidad", según el término acuñado por los profesores Kirzner y Huerta de Soto, esto es, la facultad humana que le empuja de forma innata a buscar nuevos fines y objetivos vitales, empleando para ello los medios que considere oportuno. No se trata, por tanto, de una mera asignación de recursos para solventar unas determinadas necesidades de soporte vital, sino de una aspiración humana que entra de lleno en el terreno de lo espiritual. Un hombre no es libre si no se le permite luchar por los fines que subjetivamente considera le van a hacer feliz, por más que el Estado le faculte a depositar una papeleta en una caja de metacrilato cada cuatro años.
El sistema de libre mercado, además, permite separar el poder económico del poder político, algo que bajo los regímenes totalitarios se acumula en el mismo órgano rector. Esta separación de los ámbitos económico y político resulta esencial para garantizar la libertad política, pues permite la existencia de centros de poder alejados que se contrarrestan mutuamente.
A comienzos del Siglo XIX, los liberales ingleses, de la mano de Bentham, sugerían lo contrario, es decir, que la libertad política era un medio para la libertad económica. Su escuela filosófica mantenía que si la mayoría del pueblo pudiera votar lo haría a favor de limitar al máximo la capacidad coercitiva del Estado, aunque sólo fuera por una cuestión de mero utilitarismo. En cambio, a los terremotos políticos de comienzos del siglo XX siguieron dos Guerras Mundiales y una fuerte tendencia al colectivismo en la mayoría de países occidentales. Fue el "camino de servidumbre" del que advirtió Hayek con profética intuición.
La libertad política llega siempre después de la libertad económica y el desarrollo de las instituciones capitalistas. Hacer el trayecto en sentido contrario supone un riesgo evidente de no llegar nunca a la meta. La Historia es fecunda en este tipo de ejemplos.
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