Llamando a la rebelión, pero no a la de las masas, sino todo lo contrario: la rebelión de las minorías.
Estos días tan propicios para ver cine relajadamente en casa me han conducido a una película titulada Hannah Arendt, en honor a la filósofa judío alemana que emigró a EEUU en 1941 huyendo del régimen nazi. En la película, se relata el seguimiento que ella mismo dio para el New Yorker del proceso de Israel al coronel de las SS Adolf Eichmann, sus conclusiones y las enemistades que se creó con la comunidad judía.
Con independencia de su juicio personal alrededor de la responsabilidad última de Eichmann en la solución final, esta autora mantuvo un interés máximo en entender el origen de la maldad. Contraponía el «mal radical» (Kant) con lo que ella observó durante el juicio a Eichmann como «banalidad» o «trivialidad» del mal. El «no pensamiento», es decir, el inexistente juicio crítico del (podríamos denominarlo así siguiendo a Ortega) «hombre masa» conduciría en el caso judío no tanto a un «genocidio» como a un «asesinato en masa administrativo». Un burócrata, señor complaciente (algo encorvado ante tan continuada genuflexión) al que le llegan unas directrices desde arriba, unas cifras de resultados esperados, un formulario que con gran diligencia rellena, firma y mueve hacia el siguiente eslabón de la cadena de mando.
Un esquema moral, político y social en el que la individualidad no existe, en que se es parte de una maquinaria superior a la voluntad de uno, donde la responsabilidad se torna ambigua porque no existe la autonomía, donde las categorías del bien y el mal se desdibujan opacadas por una toma de decisiones que se realiza de manera absolutamente jerárquica y centralizada. Un marco en el que el éxito de uno deriva de servir a esa maquinaria sin compasión; porque, o estás dentro, o estás fuera, literalmente. Un sistema en el que «el otro» es exterminable así, administrativamente, por no encajar en ese engranaje atroz que cosifica al hombre. El hombre convertido en medio, cuando no en prescindible chivo expiatorio, para la consecución de algún «bien común» destinado a los que sí han sido elegidos.
Muchas películas, entre la ciencia ficción y la crítica política contra los totalitarismos, han reflejado bien estos mundos que demandan a gritos grandes dosis de subversión. Pero, ojo, esto es solo un caso, el de la drástica y dramática solución final. Hoy día nos acechan otros como los del Estado Islámico de Siria e Iraq, de similar cariz. Pero la demagogia, exuberante en democracia si se delega también la lucha por la libertad, no es otra cosa que esto: a menor escala, quizás como caldo de cultivo de algo más drástico que esté por venir… Quién sabe. En esas estamos por estos lares patrios y eso es lo que nos jugamos en los próximos meses y años…
Frente a esto, frente a la tiranía del hombre masa, frente al imperio del «no pensar», frente al dirigismo político e intelectual, igualitario, centralizador y que niega «al otro», al distinto, debemos saber que hay alternativas. Y la alternativa no es otra que la libertad.
La libertad (no coacción) se esgrime desde el ámbito económico, entre los liberales, una y otra vez. Pero entiéndase que como requisito previo a ésta debe existir algo realmente complicado de lograr: el respeto al otro. La libertad será la consecuencia de tolerar al otro, de no laminarlo, de no esquilmarle, de no violarle. Y con eso no se nace, aun cuando ciertamente hay gente más respetuosa y empática que otra. Se trata de un marco social que hay que alcanzar a través del proceso de civilización.
También es un proceso, por supuesto, previo a la democracia. Pretender que, quitando a un tirano de Iraq e «implantando un proceso democrático», la gente se va a respetar de manera automática es exudar un voluntarismo e ingenuidad extremos.
A través de vernos en el espejo de los demás, de considerarlos «un igual», de entender que no son cosas, que también tienen sus fines, sus afinidades, sus miedos, sus preocupaciones, sus alegrías, su dolor, sus intereses, sus pensamientos, podremos alcanzar la ansiada libertad.
Y no es nada fácil porque la horda tira mucho, porque la protección del grupo cerrado y el miedo al extraño los tenemos impresos en nuestros quebrantables huesos. Porque huimos de la competencia como de la peste al ser los recursos escasos, o, mejor dicho, nuestro conocimiento sobre ellos. No querer competidores, no querer población creciente, no querer elementos que alteren el estado de cosas de la tribu debería ser «lo normal». Porque lo normal, seguramente, sea no pensar. Hacer las cosas como siempre se han hecho y como las hemos aprendido. Buscar estabilidad, certidumbre. Y eso nos hace ser asimismo envidiosos con los que tienen éxito, con los «no iguales», con los que se atreven y compiten, con los que sí piensan.
Por eso es tan complicado en sociedades más modernas y numerosas frenar el avance de la demagogia, evitar que élites políticas e intelectuales se agrupen para, apoyados por las mayorías, machacar a las minorías intelectuales, comerciales o sociales. Envidia e inacción (no pensar, que todo siga igual), y la detestable sed de poder y control de las élites políticas e intelectuales, juntas hacia un mismo fin.
Pero hay grandes esperanzas también. La superación de esos miedos y atavismos contra los otros, a mi juicio, se consigue cuando la gente entiende que respetando y observando el comportamiento de ellos obtiene alguna gratificación personal (o grupal). Ya sea una conversación, una forma de hacer las cosas que nos sorprende, un producto que no disfrutábamos antes de toparnos con ese otro ser. El comercio, ya se sabe, es de lo más pacificador y civilizador.
Así, empezamos a disfrutar de la diferencia, de los matices personales, de la información y conocimiento que adquirimos con el intercambio de cualquier clase. Y no sólo emulamos ya el archimanido funcionamiento de la tribu, sino que emulamos y extrapolamos tras observar lo diferente: nos atrevemos, innovamos, adoptamos nuevas formas de hacer las cosas en lo personal o en la comunidad gracias al contacto con el exterior. Tomamos conciencia, seguramente, de nuestra individualidad a través del espejo del otro. Nos cargamos de una energía vital que impulsa nuevos y apasionantes retos. Empezamos a querer tomar las riendas de nuestra propia vida.
Una vida que, conforme crece la división del conocimiento, dependerá cada vez más del otro y del intercambio libre y pacífico con él. Del otro como proveedor, como colaborador, como adquirente de mi conocimiento. Y ya no será suficiente con respetarnos y garantizar libertad. Si queremos más, necesitaremos ir un paso más allá: tendremos que fiarnos, que concedernos tiempo, que dar nuestra palabra, que cooperar. Nos la tenemos que seguir jugando, ya no solo a corto, sino a medio y largo plazo.
Del autocontrol y el respeto, de la individualidad y creatividad, y de la observación, emulación, cooperación y la confianza, no sólo obtendremos la ansiada libertad. Alcanzaremos más. Pues libre también es quien no hace nada por modificar su entorno y mejorar su vida, y libre también es ese mismo ser que al mismo tiempo se muestra crítico y agresivo, en lugar de agradecido, contra todo lo que le garantiza su libertad y prosperidad, movido por el desconocimiento, la solitaria apatía, la inseguridad y la envidia. No, con los elementos anteriores, habremos pasado del «hombre masa» sin criterio y acomodado al «hombre minoría», el hombre que actúa, el hombre que se exige, el hombre que piensa, el hombre que se atreve, el hombre que coopera, el hombre con una misión de más largo plazo. El hombre que, con sus acciones y las de otros muchos hombres, se pone retos a sí mismo y a los demás. A los demás porque, de las acciones de los distintos grupos humanos buscando sus variados fines de manera no centralizada (negando una uniformidad o igualdad indeseables), sólo pueden surgir sorpresas, informaciones crecientes y variadas, nuevo conocimiento, que, gratuitamente, antes o después, llegará a sus congéneres para ser empleado en nuevos fines.
Sólo lo diferente y diverso puede generar sorpresas y crecientes oportunidades y riqueza. Lo «igual» es vacío interior, frustración y resentimiento. Pero socialmente también es inanición, es hacer las cosas siempre igual, es la economía de crecimiento cero, es condenarse a no disfrutar de mejores condiciones de vida, es población menguante, es el triunfo del mal fario maltusiano, es la guerra por los recursos. No es condición suficiente, pero sí necesaria para la paz, libertad y prosperidad la aceptación y el triunfo de lo diverso.
Es la hora de la rebelión de las minorías.
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