Comentaba Javier de Mendizabal, compañero de Vozpópuli y amigo, probablemente con más pena que sorpresa, que a pesar de los Valderas, Gürtel, ERE’s andaluces, Bárcenas, Antonia Muñoz, alcaldesa de Manilva y los Pujol, la suma de los votos de las formaciones cuyas filas engrosan estos insignes españoles de conducta ejemplar, suman casi 250 escaños. En concreto, el resultado de la suma de los escaños de PP, PSOE, IU y CiU es de 323, es decir un 92% del total.
Sí, nos representan
Podemos ponernos como queramos, decir que no sabíamos nada cuando votamos. Quiero recordar en este momento que nunca he ejercido mi derecho a voto por razones que ahora no importan, pero hablo como una más porque pertenezco a esta sociedad y hay que ser humildes. Nadie está a salvo.
Podemos decir que los jueces están compinchados con los políticos, los políticos con los banqueros, los banqueros con los reptilianos y los reptilianos con el mismísimo diablo. Pero, uno tras otro, los casi veinte millones de españoles que votaron a alguno de esos cuatro partidos, hemos elegido a Bárcenas, Valderas, Pujol, Antonia Muñoz, etc… Hemos elegido un sistema político que consiste en agua estancada y que se nos ha infectado. Hace mucho tiempo que esto huele demasiado mal como para no habernos dado cuenta.
Recordemos el caso Flick de financiación ilegal del PSOE, las torres KIO, FILESA, RUMASA, los fondos reservados, el caso SEAT de financiación ilegal del PSOE, el caso Roldán, los GAL, el caso Tabacalera, el tema del FORCEM, Gescartera, el caso Malaya, el tema de Jaume Matas, el Palau… y todo lo que aún está encima de la mesa. Y lo que queda por debajo y, por tanto, nunca conoceremos.
La resistencia al cambio: el peor aliado
Reconocer, no uno de los casos, sino la persistente corrupción impune de los partidos mayoritarios supondría tener que reconocer que este sistema de partidos no funciona. Habría que mirarnos y hacer recuento de fallos, plantear alternativas, desmontar tinglados, chiringuitos y enjambres de privilegios. Habría que proponer contrapesos, modos de que el ciudadano tuviera, de alguna manera, la posibilidad de vigilar lo que hacen y cómo sus representantes.
Eso es pedir mucho. Es más sencillo y requiere menos esfuerzo psicológico repetir esos mantras narcotizantes como “Los otros son peores” o “No es para tanto” o “En todos los países sucede” o “Es que no somos nórdicos”. Esas frases que permiten girar suavemente la cabeza y volver a enterrarla en la arena.
Probablemente, el hecho de que nadie haya cuantificado cuánto dinero supone para el españolito que prefiere no mirar para no tener que resolver un problema, el dinero derrochado en tramas de corrupción, cuánto le cuesta los servicios de justicia, la prisión de los cuatro gatos que han pringado, las investigaciones y, finalmente, el dinero desaparecido cuando ha sido el caso, explica que no estemos realmente escandalizados. Si lo estuviéramos, ese 92% se habría plantado en la puerta del Congreso o de sus ayuntamientos el día de las elecciones generales y se habrían negado a votar.
El colmillo retorcido que no tenemos
A pesar de todo, estoy convencida de que, precisamente por esta disonancia cognitiva electoral que padecemos en España, si el mes que viene se convocaran unas elecciones, volveríamos a acudir a las urnas, tal vez resultaría una distribución de votos algo cambiada, pero tampoco tanto. Porque nuestros políticos, si se diferencian en algo del resto de los españoles, es que tienen el colmillo retorcido, es decir, se las saben todas. Y estarían prestos a sacar antiguas banderolas y juntarlas con nuevos slogans. El demonio de la izquierda que acecha, el demonio de la derecha que también, vota que si no el sol se ocultará para siempre, esos han robado más, los otros eran franquistas, los de más allá te van a quitar el rosario de tu madre, cuidado con tu subvención, que vienen los tigres, que vienen los leones… todos quieren ser los campeones, que diría Torrebruno.
En cambio, los españoles que no estamos entre los elegidos para ser “político con cargo”, parecemos idiotas que compran cualquier burra. Pero hay una razón. Necesitamos “hacer algo” para tener la sensación (en este caso ilusoria) de que estamos resolviendo un problema. El mero hecho de tener esa falsa percepción genera una respuesta neuronal que tranquiliza ese stress con el entorno, producido por el hecho de que está pasando algo que nos perjudica y no estamos haciendo nada. Y, paradójicamente, lo que “hacemos”, es decir, votar, refuerza el problema inicial. Pero como se ha reducido ese stress, ese conflicto, nos quedamos tan tranquilos y no prestamos oídos a quienes insistimos en que hay que cambiarlo todo y que así, no.
Y la ingenua soy yo cuando oigo a Lindsey Buckingham y Fleetwood Mac susurrar al principio de la canción Tusk “¿Por qué no le preguntas si se va a quedar? ¿Por qué no le preguntas si se va a ir? ¿Por qué no le preguntas qué está pasando?”… y me acuerdo de Aznar. Y de los demás. De todos.
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