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Los modelos turísticos y el turista modelo

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Los planificadores de la economía me recuerdan mucho a los creacionistas, que pese a las pruebas en su contra, siguen sabiendo que el mundo, el universo y todo lo que él contiene fue creado en seis días según un plan divino al que sólo ellos tienen acceso a través de cierta verdad revelada. Los planificadores económicos, lejos de ser ese dios todopoderoso, pretenden parecérsele a través de complejos planes (llenos de agujeros y errores, todo hay que decirlo) donde predicen las necesidades y deseos de cientos, miles, decenas de miles, centenares de miles, millones de personas a lo largo de un periodo más o menos largo, y determinan cómo van a satisfacerlas. Además, ejercen de profetas de sí mismos y nos los venden o imponen como si no aceptarlos fuera un acto contrario a la Verdad, y por tanto, pecado.

El resultado suele ser bastante caótico y poco satisfactorio. Dos ejemplos de ello son la polémica que ha generado este año el alquiler de apartamentos en la costa, en especial en zonas como La Barceloneta, y los actos irresponsables y gamberros de los turistas en la zona mallorquina de Magaluf, noticias con las que los medios de comunicación han hecho su agosto. Todo ello nos ha llevado a un debate más mediático que público -que creo cesará en septiembre- sobre qué modelo turístico queremos y qué tipo de turista estamos atrayendo a estas alturas del siglo XXI.

Desde que en los años 60 del siglo pasado las autoridades franquistas se dieran cuenta de que en España se podía vender sol y playa y que, relajando ciertas normas sociales y morales, se podía ingresar dinero en las arcas públicas, a la vez que las privadas verían incrementadas sus rentas y ponían en valor ciertas propiedades, España ha pasado de ser un país ligado al sector primario a ser un país puntero en el sector servicios. Todos los años nos visitan millones de turistas, no sólo buscando sol y playa, sino turismo rural, cultural, empresarial y otros muchos que, a lo largo de estos años, se han ido generando casi sin querer, sin que haya surgido de la mente de algún brillante político, sino de las acciones de muchas personas, de la empresarialidad, algunas veces de ideas brillantes y otras, las más, del trabajo constante y del riesgo asumido de miles de personas.

Es más fácil quejarse y juzgar que ver y analizar, y si algo no gusta, cambiarlo. El ciudadano medio hispano, y entre ellos se encuentra también el empresario medio hispano, es más dado a que otros, las administraciones públicas, cambien las cosas con sus regulaciones y sus imposiciones que a coger el toro por los cuernos. Bien es cierto que en este sistema político hispano es más fácil lo primero que lo segundo y parece que estamos guiados a la ley del mínimo esfuerzo, pero este mínimo esfuerzo nos está dañando a largo plazo. Quizá hay que ver las acciones desde el punto de vista de los incentivos, no desde el punto de vista de lo que nos gustaría que pasara, desde lo que puede atraer lo que proponemos, y si no somos capaces de predecirlo, al menos tener la libertad de poder cambiar nuestras acciones sin que las administraciones públicas nos lo dificulten.

Si un hotel de lujo quiere atraer a aquellos turistas con los más altos poderes adquisitivos, contratará a un gran chef antes que cobrar las copas de Chivas a un euro. Con esto último conseguirá, en cambio, atraer a los que quieren beber por poco precio maximizando, si ha lugar, que no tiene por qué haberlo, la relación calidad-precio. El resultado es que las iniciativas que podían atraer a estos millonarios entran en colisión con tanto jovenzuelo con poco dinero y con muchas ganas de juerga, y es posible que en poco tiempo el hotel se vea inundado de este nuevo tipo de cliente para horror de las familias que sufren sus excesos. No digo que este nuevo tipo de cliente no sea rentable, sino que no hay una consonancia entre lo previsto y lo obtenido. El hotel perderá con el tiempo su condición de lujo, afectará a otras infraestructuras que hay alrededor y, de alguna manera, bajará el caché de la zona.

Durante los años previos a la burbuja inmobiliaria, las regulaciones locales y regionales favorecieron una construcción indiscriminada y muy planificada, en contra de lo que piensan los socialistas de todos los partidos. Los ayuntamientos incrementaron sus gastos y su nivel de corrupción, tanto la «legal» como la «ilegal». Obtener permisos era fácil, los empresarios se lanzaban al vacío sin pensárselo dos veces, seguros de que tenían el riesgo cubierto por unas entidades públicas con demasiadas necesidades fiscales; los privados, favorecidos por los bajos tipos de interés y un sistema bancario, sobre todo el de cajas, que daba crédito casi por vicio, se endeudaron con la compra de casas que veían alquiladas, por los siglos de los siglos, una especie de renta perpetua.

Las localidades crecían, los paseos marítimos se urbanizaban, las casas rurales se multiplicaban y hasta los parques empresariales competían con los hongos en prolificidad. De aquellos polvos, esos lodos, estos pantanos. Es posible que durante un tiempo el turismo familiar, el turista de calidad que se dice en el argot del sector, fuera el dominante frente al turista que persigue el alcohol barato, la noche fácil y un catre para descansar. Digo que es posible, pero lo dudo. Poco a poco, el tiempo hizo que se crearan guetos, zonas donde dominaba uno de los dos. Los primeros encontraron zonas más tranquilas, con entretenimientos a su medida, mientras que los segundos, mucha marcha. Vecinos y empresarios de unas y otras se adaptaron a sus hábitos y necesidades. O se fueron.

Luego vino la crisis. La oferta, de pronto, era desmedida a los precios que se habían estado pagando, así que tuvieron que bajarse. El número de turistas descendió, estaban menos tiempo y pagaban menos por lo mismo de antes. Esta circunstancia ha favorecido el turismo del exceso. Los que habían invertido en inmuebles, en casas en la playa o en apartamentos en zonas turísticas querían seguir sacando rendimiento a su inversión, así que, si descuidaban en algo su mantenimiento por los precios más bajos, qué mejor que alquilarlo a los que dicho mantenimiento no les parecía tan prioritario. 

Siempre ha habido este tipo de cliente y siempre se ha tendido a agrupar, entre otras cosas, porque juntos se lo pasan mejor que cada uno por su lado. Ése es el problema de La Barceloneta: no que no haya suficiente regulación, sino que la que hay ha incentivado y propiciado lo que ahora tienen. Todas las zonas turísticas tienen o han tenido problemas similares, porque las regulaciones los favorecen. Todo esto me recuerda mucho a cuando en los 80 y los 90 la sierra madrileña fue invadida por los garitos que nacieron a la sombra de la Movida madrileña. Hoy por hoy, esta sierra no es ni la sombra de lo que fue.

Lo que no entiendo es en qué va a mejorar la situación una mayor regulación. Que algo sea legal, ilegal o alegal no lo hace mejor, sino más o menos controlado. Si se cierran los apartamentos de La Barceloneta que no están registrados por la Administración y que no pagan impuestos (quizá la clave), sus usuarios buscarán otros igual de baratos en otra parte de la ciudad y volverán a los garitos en los que se divierten, por lo que los excesos no terminarán. El asunto es una cuestión de incentivos, no de deseos. Y si se cierran los garitos, buscarán otros lo más cerca posible. Como la prostitución, el problema -si es que es un problema- se traslada.

En cuanto a Magaluf, no sé si estamos ante un fenómeno más mediático que real. No se me malinterprete, es muy real, pero estos excesos siempre han estado a la orden del día en todas las zonas de la costa española. Desde la Costa Brava al litoral onubense ha habido zonas, incluso sitios concretos dentro de zonas tranquilas, donde los que buscaban podían encontrar drogas y ligoteo fácil, e incluso prostitución. Las zonas de marcha no son nuevas y las tenemos desde los años 70 con mayores o menores excesos. Y los comportamientos están ligados a los valores y la ética de los protagonistas, a los incentivos que encuentran, y no a un modelo consumista y capitalista.

Me explico. Si yo, en mis valores y mi ética, soy consciente de que mi alegría y la forma de expresarla puede molestar a terceros, podré parar, buscar otra manera de hacerlo o cambiar de sitio. Si no me importan los demás, entonces no encontraré ningún impedimento para gritar, organizar un escándalo público o vivir, como dice la canción, la vida loca. Si a ello añadimos el efecto manada, es decir, si veo que los demás hacen algo que a priori me cuesta, pero que me gusta, entonces me desinhibiré; y así tendremos Magaluf y sus equivalentes. Pero ojo, que tan consumista es el que paga por sexo y alcohol que el que paga por una cena familiar junto a sus hijos, amigos y familiares. Los objetivos son distintos y los servicios también.

De los excesos públicos de esas épocas anteriores a las crisis se derivan las situaciones actuales. Supongo que antes de los líos de este año, cuando los vecinos veían cómo su pueblo se llenaba de turistas, las quejas eran escasas y la polémica inexistente, y seguramente muchos se frotaban las manos pensando como la lechera del cuento. Más que en modelos turísticos y turistas modelo, deberíamos fijarnos en qué atraemos y qué nos gustaría atraer, y si no es lo que nos gusta, cambiar y pedir a las administraciones públicas que no se entrometan en nuestros asuntos, que ningún planificador nos diga qué hay que hacer.

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