Uno de mis libros favoritos de todos los tiempos es Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino. En él, el autor nos descubre uno a uno un manojo de lugares fantásticos e imposibles que no me canso de recorrer y por eso releo el libro cada cierto tiempo.
Ayer, vigesimoquinto aniversario de la caída del muro de Berlín, o de su derrumbamiento, no pude evitar recordar estas ciudades y pensar en los muros invisibles, tan fantásticos y eternos como las ciudades de Calvino, pero mucho más siniestros, que tenemos todos en el entrecejo.
La caída o el derrumbamiento
Porque dicen unos que se cayó y otros que "lo cayeron". Unos destacan las vidas perdidas tratando de salir del encierro comunista y otros, por el contrario, subrayan el cúmulo de casualidades que se dieron para que aquel milagro sucediera. Unos encumbran a líderes políticos y religiosos y otros, sin embargo, te cuentan que un funcionario ruso de la KGB, decidió que el sistema estaba ya acabado y que era el momento de dar paso a algo nuevo y entregó una lista de agentes de la KGB en el extranjero a la embajada francesa en Moscú.
¿Y entonces? Los altares a los presidentes, al Papa, los discursos y todo lo demás ¿son por nada? Pues sí, por nada. Porque la celebración no me parece que sea un homenaje tanto a quienes se liberaron del yugo comunista, sino a quienes no lo lograron, a quienes cayeron, a los reprimidos, a los que lucharon en la clandestinidad y no tuvieron éxito.
Quienes aprovecharon el momento y tiraron con sus manos el muro material, esos a los que se les humedecen los ojos recordando esos días mágicos e inigualables, saben que quedan mucho otros muros en otros tantos puntos de la tierra: Cuba, Venezuela, Corea del Norte… por nombrar los más conocidos, pero sabiendo lamentablemente que no son los únicos. Muros aceptados por los presidentes del llamado "mundo libre", denunciados, es cierto, por los grandes organismos internacionales, esos que hacen declaraciones gratuitas y que no obligan a nada. Pero no hay presidente que se precie que se niegue a estrechar la mano de un tirano. Problemas diplomáticos, alegan. Lo que sea, pero ahí estamos, con nuestra diplomacia y nuestras sonrisas manteniendo estos otros muros, tantos que casi conforman una ciudad invisible a los ojos, pero que encierra miles de víctimas de los regímenes liberticidas.
He visto color, sin querer
Y ahí están Leopoldo, Yoani y tantos otros que sufren perseguidos por defender su libertad y la de los suyos mientras nosotros, expectantes, miramos a nuestros líderes celebrar la "caída" del muro de Berlín.
Un amigo argentino invitado a los eventos del 25 aniversario este pasado fin de semana, me contaba, justo de paso por Madrid camino de Berlín, lo emocionante que es recorrer esos lugares que otros pisaron en peores circunstancias. Y sabiendo que mi amigo es de Rosario (Argentina) me preguntaba qué tienen las piedras y los adoquines que transmiten sentimiento, no solamente a los protagonistas alemanes sino a cualquier humano con sangre en las venas, rosarinos, madrileños, o de cualquier otro sitio. Es la vibración del aire que se percibe cuando se visitan determinados lugares emblemáticos donde muchas voluntades con el mismo objetivo, incluso si lucharon y perdieron, incluso separadas por años en el tiempo, se reúnen metafóricamente y derriban no solamente el muro físico, sino otros muros más temibles, como el de la desidia, el conformismo, la desesperanza, la cobardía, la egolatría. Esos muros invisibles son los que impiden que caigan todos los demás, los que nos llevan a mirar desde el tendido cómo otros se baten el cobre, dan testimonio anónimo, la mayoría de las veces, consiguiendo una medicina en Caracas, enseñando a usar Facebook en Santiago de Cuba, padeciendo la masacre como en el caso de muchos cristianos por el mundo, y sin esperar que se aparezcan ni un Reagan, ni una Thatcher, ni nadie. Sabiendo que para ver color y que se vaya el muermo, como cantaba Martirio en sus sevillanas, es necesario saberse solo y seguir a pesar de todo. Y luego, de repente, un funcionario, va y se despista.
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