Hemos enaltecido la democracia. En los foros políticos, en los medios de comunicación, incluso en las reuniones sociales, la democracia se plantea como un concepto, una institución a la que no se puede manchar y criticar, de la que no se puede dudar. A cualquiera que abunde en alguna de estas acciones con cierta persistencia se le termina considerando un peligro para el sistema, un amigo del autoritarismo, del totalitarismo más peligroso. Si dudas de las intenciones de los partidos, te espetan que crees uno y ganes las elecciones, como si fuera fácil hacerlo y esa fuera la solución; si dudas de las mayorías, por considerar que pueden promover medidas injustas, ilegítimas o ilegales, se te recuerda que las mayorías, primero en las votaciones y luego en las instituciones legislativas o ejecutivas, son las que, en la práctica, deciden ¡cualquier cosa!
Cabe preguntarse ante qué estamos. ¿Una organización política de la sociedad, una organización que permite la transición en el poder de una manera pacífica y frecuente? ¿O estamos ante una, hasta cierto punto, novedosa religión a la que debemos sumisión y obediencia? Es la actitud acrítica de la ciudanía la que permite la creación de los sistemas totalitarios más persistentes, precisamente porque se asientan sobre una legitimidad irrefutable del sistema. La putrefacción de la democracia limita, reduce e incluso elimina las ideas que nos permiten ejercer nuestra libertad, nuestra individualidad, no pocas veces apoyada en una falsa sensación de seguridad o en alguna ideología que funciona como moral universal, generándose de esta manera algunos de los regímenes autoritarios más duraderos.
Las elecciones (del legislativo, en el caso español, que es el que termina eligiendo al presidente del ejecutivo) son para algunos el único signo de que estamos en democracia. El resto de las características del sistema pasan a segundo término o simplemente se ignoran. Elegir entre un puñado de partidos o grupos políticos a un puñado de gobernantes no tiene por qué garantizar nada si estos ejercen después un poder despótico y favorecen una corrupción institucional. En varios regímenes autoritarios y totalitarios actuales se celebran elecciones periódicas en las que confluyen hasta políticos de la oposición, para ser elegido el que debe ser elegido. La cercanía ideológica entre partidos suele hacer que las políticas apenas varíen con la alternancia, lo que tampoco genera ninguna tranquilidad si las ideas predominantes atacan esos principios básicos, como la propiedad, la vida, la seguridad jurídica y el Estado de derecho. En algunos países, se ha visto que el punto débil está en el propio proceso electivo, donde la capacidad de manipulación, de fraude, es elevada, lo que no sé si invalidará las elecciones, pero hace que la legitimidad del sistema se reduzca.
La separación de poderes es otro de los pilares fundamentales de la democracia, ya que sobre su independencia radica la vigilancia del funcionamiento del sistema. Que haya poderes vigilantes entre ellos tampoco me ha parecido un hecho que dé tranquilidad a los ciudadanos. Siempre he dicho, medio en broma, medio en serio, que en la URSS también había tres poderes que se vigilaban mutuamente, a saber: el KGB, el Ejército y el PCUS; y eso no hizo al régimen más libre ni menos sensible a la corrupción. Desde el principio en la democracia española, esta división de poderes es más teórica que real. El hecho de votar por congresistas y senadores y que luego estos elijan a un presidente hace que no dependa directamente del votante ese poder ejecutivo y la formación de gobierno. Los diputados responden ante el partido que les pone en las listas y no ante los votantes que los eligen para defender sus asuntos. Se da mucha importancia a los acuerdos y la búsqueda de mayorías, pero el ciudadano no pinta nada en ellos una vez depositada la papeleta en la urna (o tomada la decisión de abstenerse o votar en blanco, que tanto da).
En cuanto al poder judicial, pinta peor. De los tres, es el que más independencia debería tener para poder juzgar, acorde a la Ley, las ilegalidades de los otros. La necesidad del ejecutivo de parasitarlo (con, seguramente, aviesas intenciones) minimizaría, de conseguirlo, su capacidad de control y reduciría la seguridad jurídica y la igualdad de todos ante la Ley. Actualmente, en España, el control de la Fiscalía por parte del Gobierno ya es una tara bastante importante. Al final, los tres poderes se convertirían en uno, lo que es muy propio de una partitocracia. De hecho, una de las críticas más feroces a la democracia es precisamente que los tres poderes son, en realidad, uno solo y lo que padecemos es una especie de ensoñación de independencia y control.
El Estado de derecho supone esa pata en la que más confían los que son conscientes de su existencia. Sin embargo, y de nuevo, tampoco tiene que garantizar nada si la naturaleza de las leyes que lo conforman no protege esos principios básicos que ya he mencionado. Si por mayoría en el Parlamento se impone una ley que se apropia del 90% de tus rentas, que controla o expropia el 90% de tus propiedades y te obliga a trabajar para el Estado el 90% de tu tiempo laboral, será legal y hasta legítimo, pero estaremos creando un Estado democrático de naturaleza esclavista. Los que hayan promovido esta ley se encargarán de que su reversión sea dificultosa, lo que llevará a esa sociedad a una legislación asfixiante. Quizá he puesto como ejemplo un esperpento, pero podemos reflexionar sobre muchas leyes que, hoy por hoy y en plena democracia, afectan a grupos de personas que, por actividad o nivel de renta, incluso por su propia naturaleza, y en nombre de la santa redistribución o la santa igualdad, sufren cada vez más. La presión fiscal termina favoreciendo un Estado clientelar, incluso paternal, ya que se necesita una base social que lo apoye, incluso cuando la recaudación sea muy inferior a las necesidades de esos grupos favorecidos, al menos legalmente, frente a los desfavorecidos fiscalmente.
Esto nos acerca al concepto maldito de la igualdad, que es otra de las bases morales para las medidas más despiadadas que surgen en democracia. La igualdad ante la Ley no es lo mismo que la igualdad por la Ley, sobre todo si la primera igualdad es fácil de aplicar y la segunda es difícil de definir. El feminismo, históricamente, ha buscado la igualdad de mujer y varón ante la Ley y que no haya diferencias a la hora de aplicarla. Los homosexuales también han buscado esa igualdad, sobre todo desde el punto de vista de sus relaciones y lo que implican legalmente (herencias, adopción, etc.). Las etnias en minoría buscan que no se les discrimine por su aspecto o cultura. En general, los colectivos que se han sentido discriminados han buscado esa ecuanimidad legal. Sin embargo, en las últimas décadas, algunas organizaciones (que no tienen por qué representar a todos los miembros del colectivo) se han lanzado a la promoción de una serie de leyes que usan la discriminación positiva con la idea de cerrar “heridas” y conseguir situaciones adecuadas en contextos sociales, como los famosos techos de cristal, brechas salariales o cuotas, entorpeciendo o limitando el acceso a los que hasta ahora se han visto, real o falsamente, favorecidos, promoviendo leyes y normas que favorecen tal discriminación. Esta evolución ha encontrado acomodo en el Estado clientelar, pues supone un caladero de votos, sobre todo para los partidos más implicados con el cambio, a la vez que, a los que no lo eran, no les queda más remedio que incorporar a sus programas estas políticas, traicionando de alguna manera a los que creían en el partido por unos principios.
La democracia no es un sistema perfecto, pero sí que es fuente de legitimidad y, si no se permanece atento a su evolución, puede derivar en una dictadura perfectamente legítima. Esa vigilancia no es cuestión de unos poderes que anidan en las instituciones políticas, es una cuestión de todos. Denunciar su corrupción, su descomposición, su putrefacción es un deber. La crítica, incluido el poner en duda al sistema, es una obligación de todos, pues se deben corregir las desviaciones antes de que terminemos en un Estado totalitario del que nos sea más difícil salir.
Se atribuye a Winston Churchill la frase “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. No estoy seguro de esta afirmación, pero el resto de los sistemas políticos que conozco es peor. De lo que sí que estoy seguro es de que el genial político británico no quiso idealizarla como si de una religión estuviésemos hablando. De lo que también estoy seguro es de que lo que importa en la democracia es la naturaleza de las normas y leyes que la conforman y no tanto de las estructuras de poder. Si las leyes respetan y promueven el respeto a la vida y la libertad, a la propiedad y su defensa, favorecen la seguridad jurídica, la igualdad de todos ante la Ley, aseguran el respeto de los acuerdos y favorecen la colaboración entre los ciudadanos e instituciones, es más complicado que el sistema se corrompa. Lo opuesto a estas pautas deriva en un Estado podrido, en una democracia podrida.
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