Los políticos no quieren resolver el problema de la vivienda. Basta con analizar las soluciones que proponen, y las que se niegan a aplicar, para comprender que no hay intención real de arreglarlo.
Es evidente que existe un grave problema: el acceso a la vivienda, una de las necesidades más básicas de las personas, se ha vuelto muy difícil en las grandes urbes, donde los precios de compra y alquiler se han vuelto prohibitivos y no dan señales de dar un respiro.
La causa del problema no tiene misterio: la demanda crece imparable, impulsada por el progresivo abandono de la España rural, por la creciente inmigración y la fragmentación de los hogares; mientras, la oferta, absolutamente restringida, es incapaz de adaptarse.
Si en una ciudad se limita la construcción a un millón de viviendas y dos millones de familias quieren vivir en ellas, inevitablemente un millón de familias no van a poder acceder a una vivienda. Cuando se impide que la oferta se adapte, el precio subirá hasta que la demanda sea la que se adapte a la constreñida oferta.
Y esto es lo que ocurre: nuestros gobernantes han decidido restringir la oferta de vivienda. Incrementar la densidad en zonas con alta demanda es hoy políticamente impensable. Donde todavía se puede construir, el Estado ha creado una gigantesca tela de araña de restricciones, permisos y aprobaciones administrativas que atrapa durante años a quien se atreva a iniciar una nueva construcción, sumiéndolos en la incertidumbre. No contentos con ello, a quien luego ose poner esa vivienda en alquiler, se le añaden adicionales dosis de intervencionismo y regulaciones arbitrarias que desincentivan el alquiler.
Controles de precios
El Gobierno parece desear que la situación empeore: su medida estrella en materia de vivienda es imponer controles de precios al alquiler. Es una de las políticas que más consenso genera entre los economistas… en su contra: causa desabastecimiento crónico, dispara los costes de búsqueda, impone una mala asignación de la oferta, provoca pérdidas permanentes de eficiencia y, a largo plazo, induce una progresiva caída de la cantidad y calidad de los inmuebles. El economista sueco Assar Lindbeck lo resumió afirmando que «el control de alquileres es una de las técnicas más eficientes hasta ahora conocidas para destruir una ciudad… salvo tal vez el bombardeo».
Pero el presidente del Gobierno se ha sacado un nuevo conejo de la chistera: propone crear una gran empresa pública de vivienda. Pero, ¿cómo esto resuelve la causa del problema? El sector privado no amplía la oferta, no porque no quiera, sino porque no le dejan. Las restricciones urbanísticas y la gran telaraña administrativa están ahí, con independencia de que exista o no esta nueva entidad estatal.
¿Qué hará esta empresa pública? Si opera bajo las mismas limitaciones que el sector privado, sin privilegios, la oferta permanecerá impasible y el problema, sin resolver. Sin embargo, si cuenta con privilegios crearía una nueva e inmensa fuente de problemas: impondría el desplazamiento progresivo del sector privado en favor del Estado en materia de vivienda; sustituiría el eficaz sistema de precios, que coordina al sector privado mediante uso eficiente de la información dispersa y adecuados incentivos, por el criterio arbitrario y descoordinador del decreto político. La población se convertiría en rehén del Estado, también, en materia de vivienda.
Corrupción
Pero a estos problemas clásicos de la planificación centralizada se sumaría otro aún peor: la corrupción política generalizada. Los políticos asumirían un control absoluto sobre la construcción y gestión de viviendas. Pasarían a tener el poder para asignar contratos multimillonarios a promotores, constructoras o propietarios de suelo, y el de asignar viviendas según su maleable criterio. No hace falta explicar por qué la corrupción generalizada sería el resultado inevitable.
El problema de la vivienda es un problema creado políticamente. Las restricciones a la construcción, la regulación excesiva y las intervenciones estatales han generado un sector inmobiliario disfuncional, incapaz de casar oferta con demanda si no es mediante precios desorbitados.
No es casualidad que los políticos eviten abordar la causa del problema y promuevan medidas que lo agravan. La vivienda se ha convertido en una inmensa fuente de ingresos para el Estado y para muchos políticos particulares. Medidas como el control de precios o una gran empresa pública no sirven para resolver el problema, sino para aumentar los ingresos y el poder político, a costa del resto de la población.
Nuestros gobernantes nunca se cansan de demostrar la mucha razón que tenía Ronald Reagan cuando decía que las palabras más aterradoras que podían pronunciarse son: «Soy del Gobierno y estoy aquí para ayudar».
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