En una ocasión, una mujer se dirigió al presidente de los Estados Unidos, Calvin Coolidge, y le dijo que se había apostado con su marido que ella sería capaz de arrancarle más de dos palabras. «Usted pierde», fue lo que obtuvo por respuesta. Esta anécdota caracteriza al 30 presidente de aquel país. En primer lugar, muestra a las claras por qué le llamaban Cal «el silencioso». En segundo lugar, muestra que su proverbial economía léxica no era por falta de ingenio.
Hay también otra anécdota que define al personaje. Ocurrió aquel 2 de agosto de 1923. Había muerto el presidente de los Estados Unidos, Warren Harding, y el telegrafista de Bridgewater, al conocer la noticia, se puso rumbo a Plymouth Notch, donde sabía que estaba el vicepresidente. Los Coolidge no tenían ni electricidad ni teléfono y Cal estaba pasando las vacaciones con su padre. Sonó la puerta y John C. Coolidge la abrió. Supo por la improvisada comitiva que su hijo ocuparía el lugar de Harding. Subió las escaleras y dijo: «Cal, eres el presidente de los Estados Unidos». Bajaron los dos y a las 2:47 Calvin juró su cargo frente a su padre, justicia del lugar, los testigos que habían llegado con la noticia y con la biblia de su madre en la mano. Un cuarto de hora más tarde, volvía a estar en la cama.
Esta era la personalidad de Coolidge. Ahora bien, no parece demasiado alejada de la de Mariano Rajoy. Tiene ingenio, aunque lo maneja con cuentagotas. Es elocuente cuando habla, pero casi más cuando calla, y lo hace a menudo. Coolidge también, y lo hacía con dos claves. Una de ellas es que no hablaba de lo que no le concernía como presidente, con lo que demostraba su respeto por las instituciones. La otra se contiene en este consejo a su sucesor, Hervert Hoover: «si ves diez problemas en el camino, puedes estar seguro de que nueve acabarán en la cuneta antes de que te alcancen, así que sólo tendrás que lidiar con uno». La autoridad debe intervenir sólo en última instancia; prefiere que la sociedad resuelva sus propios conflictos, y confía que, en la mayoría de los casos, será así. Decía a menudo, cuando alguien se le acercaba con la lista habitual de quejas y exigencias, «yo soy sólo el presidente». En Mariano Rajoy no se adivina en sus silencios más que pura estrategia política, no una profunda reflexión sobre el funcionamiento de la sociedad y el papel de la política, como en el caso de Coolidge.
Hay otra diferencia entre los dos mandatarios. Coolidge heredó un impuesto sobre la renta con tasas máximas del 50 por ciento, y logró que el Congreso aprobase una reforma que lo rebajaba al 20 por ciento. «La colecta de cualquier impuesto que no sea absolutamente necesario es sólo una especie de latrocinio legalizado», dijo en una ocasión Coolidge, para quien «Quiero que la gente de América pueda trabajar menos para el Gobierno y más para sí misma. Quiero que obtenga las recompensas derivadas de su propia industria. Este es el principal significado de la libertad». Rajoy, desde luego, no puede verse reflejado en este aspecto de la política de Coolidge.
Pero sí en otro no poco importante. «A veces el mejor balance que uno puede presentar no es aprobar leyes, reglamentos y decretos, y no es así, en ocasiones el mejor balance puede ser derogar leyes y decretos y reglamentos». Efectivamente, como el caso de la basura espacial, hay una basura legislativa que nunca se recoge, y cuya limpieza es esencial para la seguridad jurídica y para la calidad del Estado de Derecho. Coolidge compartía la misma idea, e incluso llegó a decir que «es más importante matar las malas leyes que aprobar las buenas». Un buen criterio para juzgar a un político.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!