Recientemente estuvo circulando por las redes un vídeo en el que se ve cómo un grupo de aparentes musulmanes asesinan, a sangre fría, a una mujer en medio de la calle, supuestamente en Kabul, hace dos días. En seguida han salido las empresas comprobadoras de la verdad a decir que es una noticia falsa, pero no porque el asesinato no se produjese, ni porque la actitud de los verdugos fuese otra, sino porque no tuvo lugar antes de ayer en Afganistán, sino hace siete años, y en lugar de por talibanes, fue llevado a cabo por terroristas de Al-Nusra, en Siria. Quizás sea digno de destacar el matiz, aunque la esencia de la situación no cambia demasiado.
La mayor parte de los periodistas y políticos, de toda laya y condición, se lanzan enseguida a criticar, con horror, estas escenas cuando aparecen. Pero pocos han tratan de explicar por qué son, por desgracia, tan habituales, y, sobre todo, qué hay detrás de tales actos, y, sobre todo, de la forma en que se ejecutan. Se habla de extremismo, de caos, de violencia, de descontrol, de crueldad con las mujeres, de odio, de venganza. No me vale.
Las imágenes, ocurriesen donde ocurriesen, son terroríficas por muchísimas razones; pero la más desazonadora es la indiferencia. No es sólo la frialdad de quien dispara -parece no inmutarse-, sino la apatía y pasividad de quienes se congregan, poco a poco, a su alrededor, y asisten, indolentes – casi con desidia y displicencia- al asesinato.
Decía Hannah Arendt en su “Eichmann en Jerusalén”, que lo más grave, en el caso de Eichmann, el famoso y diligente criminal alemán, era precisamente que hubo “muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”. “Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas”, ya que este tipo de delincuente”, afirma, “comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realizan actos de maldad”. “Una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén”, dice más adelante, “fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizás, a la naturaleza humana. Pero fue únicamente una lección, no una explicación del fenómeno, ni una teoría sobre el mismo”.
En efecto, lo que decía Arendt, respecto del criminal alemán, es perfectamente extrapolable a las imágenes de las que hablamos. El autor y su público aparentan ser normales, no manifiestan especial odio, ni inquina, ni crueldad, ni ensañamiento, ni sed de venganza. No parecen fuera de sí, ni sumidos en una enajenación mental transitoria, ni drogados, ni bebidos. Simplemente actúan o toleran, como si fuese un gesto automático e intrascendente. Actúan con rutina y desapasionamiento, con total normalidad, ante el pasmo de quienes tenemos otros “criterios morales”.
Algunos han criticado las palabras de Arendt, aduciendo que el verdadero horror del caso Eichmann, y del de otros como él, no es que los autores fuesen ciegos, sino que veían y sabían perfectamente lo que hacían, estaban convencidos de que era lo correcto, y eran capaces de ejecutar sus tareas con especial diligencia y orgullo. El problema, afirman, es que la barbarie ocurre cuando la gente se identifica radicalmente con grupos de actitud o ideología brutales, y eso les lleva a ejecutar con esmero sus tareas, y a sentir, por ello, una íntima satisfacción.
El problema, creo yo, va más allá. Tanto Arendt como sus críticos dan por hecho que los actos de Eichmann, y de quienes actúan como él, son intrínsecamente malos –“brutales”-, sean o no conscientes sus ejecutores, y todo sus esfuerzos, argumentativos y de análisis, van dirigidos a comprender el porqué de ese error intelectual del criminal. Pero parecen olvidar que los hombres actuamos por valores inconscientes muy jerarquizados, y que esa jerarquía condiciona nuestros actos, sus motivaciones y la satisfacción o el arrepentimiento posterior.
El problema moral exige determinar previamente si existen valores absolutos, externos a nosotros y objetivos, y cuál es su fundamento, para, a partir de ahí, explicar por qué la escala asimilada por la gente no se compadece con aquéllos; o, si, por el contrario, los valores y su posición en el escalafón son intercambiables. Decía Dostoyevski, por boca de Iván Karamazov, que “si se extirpa en el hombre la fe en la inmortalidad, se secará en él enseguida no sólo el amor, sino, además, toda fuerza viva para continuar la existencia terrena. Más aún: entonces ya nada será inmortal, todo estará permitido, hasta la antropofagia”.
Vivimos en un mundo descreído, con dioses creados a merced de los que mandan. Los demás somos borregos, atontados y cobardes, incapaces de mirar y confrontar. Y mientras desde pequeños nos imbuyan de planteamientos aberrantes, o de simple relativismo moral, escenas como las de Eichmann o Siria seguirán apareciendo, cada vez con más asiduidad. Los comunistas se esforzaron desde el principio por crear un hombre nuevo. Decía Trostki, en “Literatura y Revolución”, que “la especie humana, el perezoso Homo sapiens, ingresará otra vez en la etapa de la reconstrucción radical y se convertirá en sus propias manos en el objeto de los más complejos métodos de la selección artificial (en oposición a la selección natural darwiniana) y del entrenamiento psicofísico. El hombre logrará su meta… para crear un tipo sociobiológico superior, un superhombre (Übermensch), si se quiere”.
Parece que el ser humano ha quedado reducido a no más que pura materia virgen, modelable a placer por “las manos” de quien manda. El problema es que el hombre no es sólo eso. Si no, no nos hubiésemos levantado tantas veces en la historia, cuando parecía estar todo perdido. Sólo eso parece demostrar que hay algo más, que los valores no son relativos, y que, en consecuencia, la aberración tendrá un precio y terribles consecuencias.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!