Desde diversas corrientes, y fundamentalmente desde la democracia participativa, se sostiene la necesidad inmediata de integrar a la ciudadanía en el ámbito de la esfera pública a través de la creación y desarrollo de nuevos mecanismos de participación política (como la extensión del referéndum a múltiples ámbitos), transformando así el circuito clásico de representación vigente.
En este sentido, no pongo en duda que nuestro actual sistema presenta importantes disfunciones y problemas, ya que es evidente el creciente distanciamiento entre la ciudadanía y sus representantes, así como el exitoso surgimiento de nuevos actores o movimientos sociales que vienen a sustituir o complementar a los partidos políticos en su función de agregación de intereses y recepción de demandas sociales.
Tales fenómenos son innegables, pero la exigencia de una mayor participación ciudadana en los asuntos públicos no me parece una vía lógica y necesaria para tratar de mejorar el funcionamiento de nuestro actual sistema. Y es que lo que se pretende desde el pensamiento crítico es establecer unos cauces de participación diferentes a los tradicionalmente establecidos por la democracia representativa clásica, a través de los cuales se piensa que los individuos pueden hacer valer mejor sus intereses, satisfacer sus aspiraciones y generar un mayor apoyo social hacia las instituciones políticas.
En mi opinión, los defensores de la democracia participativa tienen como objetivo implantar nuevos cauces de integración y participación social, cuya validez y utilidad se dirige más bien hacia la representación de intereses más inmediatos y concretos que hacia la formación de un interés general o voluntad colectiva (muy cuestionable, por cierto).
Más allá de su propia complejidad y, más difícil aún, implantación práctica, tales cauces, entendidos éstos como mecanismos plenamente institucionalizados, supondrían una enorme y muy diversa expresión de intereses sectoriales y particulares de muy difícil conciliación en la elaboración e implementación de políticas públicas concretas.
Sus defensores ven en la democracia participativa una forma complementaria de democracia que junto a la representativa, entendida ésta como conformadora de la voluntad general, introduciría cauces e instituciones para la representación de intereses propios y particulares.
Sin embargo, dicha idea me parece altamente inviable en el marco de la esfera pública por mostrar una evidente contradicción interna en su formulación: no considero plausible la implantación de mecanismos institucionalizados que pretendan dar cabida a la representación de intereses particulares en el ámbito de la esfera pública, cuya principal característica definitoria consiste precisamente en agregar dichos intereses (numerosos, variados y contrapuestos) para la formación de una supuesta visión común, un hipotético interés general o voluntad colectiva.
En este sentido, la única institución capaz de dar cabida a tal cantidad y diversidad de intereses así como de representar tal multiplicidad de visiones es única y exclusivamente el mercado, ya que contempla la participación e interacción social de todos los individuos como la base y estructura fundamental sobre la que se sustenta.
Éste debe ser entendido únicamente como libre mercado, carente por tanto de regulación o planificación alguna: es el único que permite la libre interacción de individuos y acciones, y el único que permite a través de sus mecanismos la libre expresión y representación del conjunto de intereses y visiones individuales.
Yo diría que, más que asistir a una crisis de representación, nos encontramos ante una crisis propia de los partidos políticos como actores o representantes que muestran una gran dificultad e incapacidad a la hora de incorporar el conjunto de demandas sociales existentes, caracterizadas por su enorme cantidad y diversidad.
El gran cambio socio-económico propio de las últimas décadas ha configurado una sociedad cuyo rasgo fundamental reside en su enorme complejidad y pluralidad, por lo cual queda completamente invalidada la visión clasista y estrictamente ideologizada que se desarrolló con el surgimiento de los partidos de masas. Así pues, la clásica visión partidista es simplista y carece de valor y utilidad para seguir vigente en las sociedades contemporáneas de hoy en día. Este fenómeno se hace visible por el claro desbordamiento de los partidos ante el auge de nuevas demandas que, al carecer de mecanismos válidos de representación, se ven en la necesidad de abrir nuevas vías (léase ONGs o movimientos sociales de toda índole), así como cauces de comunicación al margen del circuito institucional.
Sin embargo, me resulta paradójico la falta de atención prestada por las principales corrientes de pensamiento inmersas en el actual debate teórico sobre un elemento que considero especialmente relevante y que, en mi opinión, subyace y se configura como elemento central y núcleo de la problemática acerca de la representatividad de nuestro sistema político: ¿a qué se debe el hecho de que los mecanismos vigentes de representación se vean altamente desbordados y muestren una palpable insuficiencia e ineficacia en el proceso de recepción y plasmación de intereses y demandas sociales?.
Esta cuestión básica tiene en mi opinión una respuesta clara: el prolongado ejercicio de intervención pública llevado a cabo en el tiempo a través del modelo estatal de welfare state ha configurado un sólido proceso de aprendizaje social consistente en reflejar o intentar transmitir a la esfera pública un elevado número de intereses y demandas que pertenecen indudablemente a la esfera o ámbito de lo privado.
Es decir, el enorme desarrollo del Estado intervencionista ha terminado por convertir aspectos privados en elementos de atención pública, hasta tal punto que dicha confusión terminológica y conceptual prácticamente se ha institucionalizado. Tanto se ha ampliado el ámbito de intervención pública y tanto ha aumentado la esfera de actuación y funciones del Estado que, de forma artificial, se ha originado la sensación de que un creciente número de intereses y demandas particulares precisan de atención pública y, por tanto, deben ser emitidas hacia dicho ámbito con el objetivo de ser representadas.
En este sentido, la misma lógica empleada por el Estado para ampliar su ámbito de intervención es aplicada igualmente y de forma paralela desde la propia sociedad. Ambas esferas, Sociedad y Estado, siguen por tanto la misma lógica, ambos fenómenos se encuentran íntimamente relacionados. De hecho, el segundo (aumento de demandas sociales) es consecuencia inequívoca del primero (incremento de la intervención pública).
Dicho proceso, que viene produciéndose de forma escalonada desde hace décadas, ha terminado por colapsar los mecanismos institucionales de representación. Mientras que diversas corrientes pretenden aumentar tales mecanismos de entrada o configurar nuevos cauces de representación política para que estas nuevas demandas emergentes tengan cabida en la esfera pública, personalmente considero que tales iniciativas no hacen más que agravar el problema y aumentar la lógica de amplitud pública de forma escalonada.
Por ello, veo más lógico y factible aplicar el método justamente al contrario con el objetivo de desatascar el circuito de representación política. Se trataría pues de ir disminuyendo paulatinamente la esfera de intervención pública, cuyo lugar sería ocupado por el mercado que, como ya he señalado anteriormente, sí dispone de los mecanismos adecuados para representar de forma eficaz y real la diversidad y multiplicidad de intereses sectoriales o individuales.
La aplicación de esta terapia de adelgazamiento estatal permitiría iniciar una lógica contrapuesta a la anterior, permitiendo así que las exigencias y demandas actuales que no encuentran espacio suficiente en el modelo vigente puedan encontrar su representación en el ámbito de la esfera privada.
La terapia de choque aquí expuesta alcanzaría su límite en el momento en el que se lograra un amplio consenso en torno a las funciones públicas o estatales que mayoritariamente fuesen definidas como ineludibles, obligatorias y fundamentales para el marco de actuación propio de la esfera pública. En mi opinión, debería ser precisamente ésta la cuestión fundamental sobre la que centrar el debate teórico sobre la necesidad de reforma democrática.
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