La teoría del desarrollo es una de las más desgraciadas ramas del empeño por entender la economía humana. Ha albergado un gran número de tonterías y lo que es más importante, de un calado ciertamente notable. Una de las corrientes más desmentidas por el desarrollo humano, pero más permanentes, sitúa la solución para los países más pobres en el control de la población.
Paul Ehrlich, uno de los intelectuales más influyentes del último tercio del siglo XX, publicó en 1968 The Population Bomb, reviviendo el terror maltusiano, al que adorna con nuevos y espantosos escenarios de poblaciones diezmadas por la inanición después de haberse multiplicado insensatamente. Simplemente no hay recursos para todos y nos abocamos al desastre si no seguimos la guía de Malthus y su profeta.
El libro de Ehrlich sirvió de prólogo para una de las revoluciones científico-económicas más notables del citado siglo; la llamada segunda revolución verde, que multiplicó la productividad agrícola por cifras sorprendentes. Hoy continuamos con esa notable mejora.
Me fijaré, no obstante, en un aspecto de esta corriente, y es en su propuesta de control de población. Los países pobres están condenados porque las familias crecen tanto que es pastel no da más que para migajas, para cada uno de ellos. Atrapados en el consumo más básico de lo que hay, no cabe el ahorro y el desarrollo. Solución: ayudémosles a controlar la población. Llevémosles condones para poder hacerlo.
Un condón es un bien muy barato. Tener un hijo es muy caro, también en esas latitudes. Resulta extraño plantearse que si tienen hijos sin parar es porque no pueden permitirse condones. Si se cree que el mercado no está interesado en llevarlos a los lugares más pobres, que sigan el destino de miles de camiones de Coca-cola. La cuestión es que simplemente desean tener más hijos. William Easterly, en su imprescindible The Elusive Quest for Growth, recoge un estudio realizado en numerosos países que concluye que el 90% de la fertilidad está explicada por el deseo de las madres de tener hijos. El mito izquierdista de que los salvajes no saben lo que se hacen y que ellos han venido al mundo para llevarles por el camino correcto se viene abajo.
Y es una decisión lógica. Las familias pobres tienen menos ingresos por hora de trabajo y pierden menos por el tiempo que dedican a una descendencia numerosa. Una prole creciente supone mayores ingresos futuros y una mayor seguridad, pese al coste inicial. Los incentivos son diferentes en una sociedad rica y por tanto muy productiva, en la que conviene concentrarse no en el número de hijos sino en aumentar las posibilidades de éxito de los que se tengan. Es una estrategia intensiva y no extensiva la que se favorece. De modo que, como dice el economista antes citado, “el mejor anticonceptivo es el desarrollo”, que viene acompañado de una transición demográfica, muy conocida.
La campaña de llevar condones a África resultó en un descomunal fracaso, con antecedentes en otros fracasos derivados de llevar a cabo otras teorías del desarrollo hermanas y primas de la maltusiana. Quizás la experiencia o la desconfianza en esa política fuera la que llevara a muchos como Gunnar Myrdal o Garret Harding a proponer esterilizaciones involuntarias masivas, que finalmente se llevaron a cabo. La enorme distancia de confianza en que uno mismo puede resolver los problemas ajenos y la que le inspira la capacidad de los concernidos en su propio juicio lleva a extremos como este.
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