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Mugabe, el nuevo genocida de cabecera de la progresía internacional

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La magnitud del genocidio provocado por la política del tirano Mugabe en la que fuera próspera Rodesia se eleva según algunas fuentes a los dos millones de personas. A eso hay que sumarle la limpieza racial llevada a cabo por el dictador, saldada con el abandono de miles de granjeros blancos.

Según testigos oculares, Harare, la capital del país, es desde hace años un auténtico cementerio comercial. La mayoría de las tiendas han cerrado, no hay transporte colectivo, y sólo queda un hotel abierto. El desempleo alcanza la escalofriante cifra del 80% de la población activa y el hambre se apodera de millones de personas. La oposición política al tirano ha sido diezmada, y las regiones menos proclives al Gobierno son las más castigadas por la hambruna y la enfermedad. Las ONGs internacionales han sido expulsadas del país por promover "valores extranjeros" y cualquier foráneo puede dar con sus huesos en prisión por el simple hecho de ser percibido por el Gobierno como una mala influencia sobre la población local. El único mamífero que parece haber prosperado desde que el "experimento democrático" de Mugabe –progres dixit– comenzó en 1996 es la hiena, cada día más aficionada a la carne humana que se encuentra por doquier en las fosas comunes abiertas que se reproducen como setas en otoño por todo el país.

Para muchos activistas antiglobalización y parte de la izquierda negra norteamericana, Mugabe es un símbolo de la lucha de los oprimidos, un hombre que "habla por los negros de todo el mundo", en palabras del comentarista político sudafricano Harry Mashabela. En efecto, Sudáfrica, convertida en los últimos años en el paraíso de diversos turistas del ideal occidentales, es en la actualidad el mayor aliado de Mugabe, que también cuenta con la ayuda de algunas dictaduras africanas, árabes y por supuesto latinoamericanas. Como en el caso de Idi Amín, cualquier crítica al dictador es respondida con la sempiterna acusación de "racismo" por los progres, incluidos algunos importantes miembros del Partido Demócrata de estados como Nueva York.

Hace poco más de un mes, la Comisión de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible eligió al representante de Zimbabwe como nuevo presidente. La mayoría de los medios solventaron el asunto con comentarios del estilo "el país africano ha sido criticado por la mala administración de su economía". Algunos adherentes a la teoría del fundamentalismo democrático de Juan Luis Cebrián que tanto éxito ha tenido en algunos círculos académicos de intelectuales catetos celebrarán este triunfo del igualitarismo democrático y multicultural, mientras que los partidarios de la Alianza de Civilizaciones hablarán del "ligero desajuste" que situaciones como esta provocan, aunque nada puede hacerse ante el veredicto democrático de la sociedad internacional.

Mientras escribo estas líneas saboreo un magnífico café africano y un delicioso brioche au chocolat hecho con cacao de Costa de Marfil y me pregunto si desear que los habitantes de África no mueran de hambre o de asco en las cárceles gestionadas por los sicarios de algún tirano y sufragadas con el dinero desviado de fondos de ayuda al desarrollo occidentales es una muestra de racismo, eurocentrismo o "negrofobia". Para mí, el desarrollo sostenible significa poder seguir disfrutando de suculentos desayunos a base de productos agrícolas made in Africa llegados a Europa sin haber pagado tasa de exportación en su país de origen y sin que ningún aduanero español haya expedido una factura al importador. ¿Soy racista?

Sea como fuera, no seré yo quien sufra si Mugabe y sus aliados se empeñan en convertir África en un erial en nombre de la nueva democracia, los derechos culturales y el desarrollo sostenible. Sólo tengo que pasarme a las tostadas con mantequilla y mermelada y al café de Colombia, que aún resiste, y asunto arreglado. Sin embargo, me pregunto cuál será el precio en sangre que los africanos tendrán que pagar por esta nueva victoria del socialismo consistente en que un desalmado como yo tenga que renunciar a su desayuno imperialista. Pregunten a cualquier economista marxista.

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