En los últimos tiempos en las noticias estamos encontrando una palabra que creíamos olvidada, la nacionalización. Tras diversos años en los que distintas empresas de titularidad pública fueron privatizadas en diversos continentes, parece que la corriente está invirtiendo su curso y son varios los países que vuelven a nacionalizar distintas industrias, muchas de ellas recientemente privatizadas.
Los argumentos empleados para las nacionalizaciones son diversos, pero básicamente giran en torno a la incapacidad de los antiguos propietarios para satisfacer diversos fines que sólo la administración pública puede garantizar. Estos diversos objetivos son muy variados, pero pueden incluir el mantenimiento o aumento del empleo, el desvío de los beneficios hacia fines sociales, la reinversión nacional de los beneficios, el mantenimiento de la solvencia de la empresa, la bajada de precios, etc.
La realidad, sin embargo, nos dice que dichos fines raramente se suelen cumplir cuando una compañía no es privada. Las empresas nacionalizadas suelen operar en régimen de monopolio, y sus fines vienen marcados por la agenda política del ejecutivo en dicho instante en el poder. Esto tiene un efecto básico, y es que, a diferencia de las compañías privadas, el cliente deja de ser la razón de ser de la empresa, pasando a ocupar este lugar la administración pública.
Las empresas privadas en un mercado libre operan bajo una premisa básica, la voluntariedad del contrato de compraventa. Ningún cliente puede ser obligado a comprar un producto. Si éste accede es porque de alguna manera le reporta alguna satisfacción. Existe además otra segunda premisa, y es que el mercado está abierto a más competidores. Si la utilización de los recursos por parte de la empresa no es satisfactoria, vendrá otro competidor, con mejores productos o más baratos, que es perfectamente consciente de que para obtener un beneficio es necesario ser el mejor en la satisfacción del cliente. Finalmente, existe otro condicionante básico y es el hecho de que los propietarios de la empresa han arriesgado muchas veces todo o parte de su patrimonio para obtener financiación. La posibilidad de perder el patrimonio obliga a aguzar el ingenio a los propietarios, que se ven así compelidos a buscar nuevas formas de satisfacer el cliente.
En las empresas nacionalizadas estos condicionantes no existen. En primer lugar, si operan en régimen de monopolio, el concurso del cliente se transforma en algo secundario, ya que queda obligado a adquirir el bien o servicio en la empresa nacionalizada, perdiendo así su libertad de elección. En segundo lugar no puede surgir ningún competidor que ofrezca mejores bienes y servicios, ya que, la empresa nacionalizada, por ley, pasa muchas veces a ser el único proveedor de dicho bien. En tercer lugar, la propiedad de la empresa se diluye, ya que pasa a ser del Estado, y éste puede ampliar su patrimonio si tuviese necesidad vía tributos. Así, puesto que no existe un emprendedor que haya arriesgado su patrimonio, si existen pérdidas no pasa nada, ya que serían cubiertas con un aumento de la presión fiscal.
Todas estas razones motivaron a diversos países a privatizar empresas anteriormente nacionalizadas, que automáticamente pasaron a prestar mejores servicios a sus usuarios, dejaron de ser un motivo de pago para el contribuyente, y dinamizaron el mercado gracias al fin del monopolio y a la existencia de competidores.
La insistencia en recetas que ya en décadas anteriores habían fracasado, no va a suponer ningún beneficio ni para el consumidor, ni para el contribuyente, ni para la innovación, ni para los inversores, que se van a ver desprovistos de sus derechos básicos (libertad y propiedad) para ver cómo las nuevas empresas nacionalizadas prestan peores servicios y más caros.
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