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¿Necesitamos más educación?

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La educación es uno de los pocos asuntos en los que hay unanimidad: necesitamos más educación. Da igual a quién preguntes. Todos los días hay alguien en los medios, de cualquier partido o corriente ideológica, señalando que la solución a nuestros problemas pasa por "más educación". ¿Pero es esto cierto?

Todos somos, de alguna manera, expertos en el sistema educativo. Al fin y al cabo hemos pasado buena parte de nuestra vida metidos en una clase, escuchando las lecciones del profesor y memorizando libros de texto al llegar a casa. Nadie duda de que la educación es fundamental. Pero al mismo tiempo hay un hecho que admitimos en privado, pero que en público no se suele mencionar. Y es que, si echamos la vista atrás y pensamos en las miles de horas que hemos pasado en el sistema educativo, la mayor parte del tiempo no estábamos aprendiendo cosas prácticas ni adquiriendo habilidades productivas. En general damos pocos contenidos realmente útiles para nuestro futuro profesional. Cuando nos ponemos a trabajar, caemos en la cuenta de que como se aprende no es memorizando textos sino haciendo cosas.

Entonces, ¿hemos estado perdiendo masivamente el tiempo? En absoluto. Pese a que parece que buena parte del contenido educativo es inútil, al salir al mundo laboral nos encontramos con lo que intuíamos: cuantos más y mejores títulos tenemos, mayores son nuestras probabilidades de encontrar trabajo y mayor tiende a ser nuestro salario. Las empresas prefieren a los titulados. Estudiar una carrera universitaria, incluso sin subsidios, es una inversión muy rentable. En Estados Unidos es típico tener en cuenta el retorno sobre la inversión a la hora de elegir una universidad o un máster. Una carrera permite, con facilidad, multiplicar la inversión inicial realizada por cinco o seis a lo largo de tu vida profesional.

¿A qué se debe este aparente contrasentido? El economista americano Bryan Caplan está escribiendo un libro, The Case Against Education, sobre esta paradoja, del que ya ha expuesto sus ideas principales en varios artículos y conferencias. Y es que, explica Caplan, las empresas se enfrentan a un gran problema cuando entrevistan a un potencial empleado: no tienen ni idea de cómo trabaja ni saben si dice la verdad. Así que una forma muy efectiva de ver si el candidato es trabajador, inteligente y capaz de realizar un trabajo aburrido y repetitivo sin quejarse, que es lo que buscan, es tener la prueba de que el candidato ya ha realizado con éxito cosas aburridas y repetitivas que exigen esfuerzo e inteligencia. Le piden que tenga una carrera. El contenido tiene su importancia, sí, pero no es lo fundamental. Los bancos de inversión y las consultoras de élite, por poner un ejemplo, están llenas de ingenieros y físicos que cuando entran no saben lo que es un balance o cómo funciona un negocio.

Supongamos que queremos contratar a alguien y nos llegan dos candidatos. El primero, un listillo, afirma que lleva cinco años aprendiendo por su cuenta lo que considera que es útil, ha asistido a clases sueltas en las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, que suelen ser abiertas, y ha ayudado voluntariamente a profesionales de sector a hacer su trabajo, complementando su aprendizaje con una formación práctica. Por supuesto, no tiene título. El segundo trae en la mano un título de Harvard. Como empresarios, pensamos dos cosas. El primero parece listo, pero también es muy posible que sea inconformista, poco constante, indisciplinado y puede que vago. No lo sabemos. Pero podemos tener bastante certeza de que el de Harvard, aunque haya estudiado algo que nada tenga que ver con el trabajo, no es un paquete. Entrar en una gran universidad es difícil, con lo que ellos ya han hecho el filtrado. Le han seleccionado de entre muchos y le han exigido disciplina y muy buenas calificaciones. Así que nos quedamos con el segundo. Puede que no acertemos siempre y tal vez se nos escape algún genio. Pero en general funciona.

El "modelo de señalización" que explica Caplan tiene todo el sentido. Pero choca con dos intuiciones que tenemos muy arraigadas. La primera es que nos resistimos a pensar que la mayor parte de ese tiempo en el sistema educativo no nos ha aportado gran cosa para nuestra vida profesional. Esto no quiere decir, en absoluto, que educarse no enriquezca nuestra vida, que no podamos disfrutar leyendo ciencia, filosofía o historia. Pero la gente que disfruta yendo a clase, a conferencias o leyendo libros y artículos, aunque abundemos en el Instituto Juan de Mariana, no es la mayoría. Lo normal no es que la educación se considere un bien de consumo, sino una inversión. Por eso nos cuesta admitir que tras todo el esfuerzo realizado podremos ser más cultos, pero no mucho más productivos. No es fácil pensar que el objetivo actual del sistema educativo, en buena parte, no es el de formarnos, sino el de ponernos un sello fácil de entender por los empresarios.

La segunda intuición con la que esta teoría choca es con la idea de que si todos aumentamos nuestros años en el sistema educativo, todos estaremos mejor. Caplan dice que no. Si los políticos, con toda su buena intención, incentivan a todo el mundo a sacar un título universitario, el empresario dejará de fijarse en quién tiene una carrera y empezará a fijarse en quién tiene dos, un máster o un doctorado. El título se devalúa. Y esto obliga a todo el mundo a pasar aún más años en clase, cuando podrían estar haciendo prácticas o trabajando, que es como se aprende de verdad. Al final, al que más se perjudica es al que en un principio se pretendía ayudar.

¿Necesitamos, como sugiere Bryan Caplan, menos educación? En mi opinión lo que necesitamos no es ni más ni menos, sino mejor educación. El hecho de que los títulos sirvan para señalizar no tiene por qué obligar a que no enseñen cosas productivas. Se necesitan programas con contenidos más adecuados, más prácticos, mejor adaptados a la vida profesional. Programas que no sólo sirvan para trabajar, sino también para emprender. Y la solución pasa por quitar de las manos de los políticos algo tan importante como es la educación. Se necesita, en definitiva, libertad. Con mayor libertad educativa los centros podrán competir en proporcionar mejores planes de estudios. Así podrá funcionar el mecanismo adaptativo por el que tenderá a prosperar lo que los alumnos y padres elijan, y no lo que dicte el ministro de Educación. No es casualidad que las escuelas de negocios y ciertas universidades privadas, con algo más de margen para diseñar sus contenidos, sean actualmente las que tienen materias más útiles, la que usan el inglés, traen profesionales para que impartan clase e incluyen prácticas laborales como parte fundamental del programa. En conclusión, no necesitamos más, sino mejor educación. Y para ello hace falta más libertad.

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