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Ni es liberal ni ha pretendido nunca serlo

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Ayer, en esta misma tribuna, se lamentaba amargamente mi socio y colega de profesión Manuel Llamas por el giro a la izquierda que, a su parecer, el PP ha dado en los últimos tiempos. Estoy de acuerdo con él; en el lamento y en el análisis. En el lamento porque es una pena que en España no tengamos un partido político que se acerque a nuestra manera de pensar y de concebir la vida en sociedad. Y en el análisis porque el PP, efectivamente, es desde hace mucho un partido socialdemócrata más cuyo programa e intenciones distan sólo un par de estaciones de los de su archienemigo socialista.

El problema no es por lo tanto el juicio, que va sobrado de tino, sino la profundidad del mismo. El Partido Popular no es un partido liberal ni ha pretendido nunca serlo. Es, en el mejor de los casos, un partido que gusta de decirse –a ratos y sin demasiada convicción– liberal o, afinándolo aún más, amigo de los liberales. Y no siempre y no desde siempre. Cuando empecé a interesarme por las cosas de la política, allá por 1992 o 1993, el PP no prestaba la más mínima atención a las ideas liberales (no es que ahora preste demasiada, pero entonces sus líderes no sabían ni que existían) y su programa, coma arriba, coma abajo, era un refrito del que imprimía cada cuatro años el PSOE quitándole la épica obrerista y la lírica de lo social.

En todo lo demás eran clavados y así nos lo hacía ver Jesús Huerta de Soto en sus clases nocturnas de Economía Política para pasmo de los que hasta allí se allegaban con el monotema de odiar a Felipe González por encima de todas las cosas. Tuvo entonces alguien dentro del PP la ocurrencia de vestir la presencia pública del partido con ropajes nuevos, recién cortados en el taller de Lucas Beltrán o de Pedro Schwartz y que Jiménez Losantos, a la sazón columnista y contertulio muy aplaudido por los jóvenes, difundía en la radio y en la prensa con eficacia demoledora. De esto hace 15 años y algunos se ilusionaron con eso de que el PP sería la herramienta que siempre le ha faltado al liberalismo español, la llave inglesa política que fuese poco a poco desmontando el monstruoso estado que heredamos del franquismo, y que ucedeos y felipistas hicieron crecer hasta extremos tan onerosos como la brutal recesión económica del 93-94.

Han pasado muchas cosas desde entonces y el PP sigue, más o menos, donde estaba. Gobernó ocho años retocando cuatro nimiedades pero, en lo esencial, doblando el espinazo ante el discurso socialista hegemónico. En España, por desgracia para nosotros y para los que vengan detrás, no se aprovechó esa oportunidad para hacer una revolución al estilo de las de Thatcher o Reagan. Ni se tocó el mal llamado "Estado del Bienestar" ni se emprendió ninguna reforma digna de tal nombre. A lo más se dejó de robar a manos llenas y se practicó un bypass de emergencia a un organismo moribundo que estaba a punto de reventar.

En el PP, dados como buenos políticos que son a pasar el día felicitándose de sus propias incompetencias, no es que no sean conscientes de la oportunidad que perdieron, es que, para ellos, eso no fue una oportunidad sino dos legislaturas de poltrona y coche oficial. Si volviesen a gobernar harían lo mismo. La Seguridad Social o el fondo de pensiones seguirían siendo lo que son, los impuestos serían tan altos y desproporcionados como lo son ahora y el Gobierno no podría evitar meter sus narices en los medios de comunicación, en la banca o allá considerase necesario en aras del "bien común". Les va en su naturaleza. Son políticos, esa curiosa especie de seres humanos que se cree omnisciente y cuyo único interés real es vivir a costa de los demás diciendo como tienen que vivir los demás.

Mi pesimismo, naturalmente, no es óbice para que, de tanto en tanto, les eche el voto. Pero no con la esperanza romántica de que hagan esa revolución liberal que tanto me gustaría ver con mis propios ojos en mi propio país, sino con la idea práctica de evitar que vengan los de enfrente y hagan la revolución a la inversa.

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