Durante el Observatorio organizado por la Asociación Empresarial Eólica (AEE), representantes de Iberdrola Renovables, Acciona Energía, EDP Renovables, Endesa y Eufer propusieron al Ministerio de Industria una especie de plan Renove para sustituir los aerogeneradores más antiguos por otros más modernos y potentes. Desde luego, su postura es coherente. No contentos con conseguir subvenciones, ayudas y mercedes de las Administraciones Públicas para implantar por toda la geografía española miles de estos armatostes, estos «empresarios» piden otras tantas para sustituirlos y cargar un poco más el coste de este gravoso método de generación energética en el contribuyente cuyas aportaciones seguirán, sin duda, haciéndoles más ricos.
Pero esta petición hace evidente un problema que tiene la investigación y el desarrollo cuando el Estado se inmiscuye. Cabe preguntarse qué hubiera pasado si, en vez de instalar durante estos años estos aerogeneradores, estas empresas hubieran utilizado ese capital y ese esfuerzo en encontrar y desarrollar una tecnología con una eficiencia más parecida a los métodos tradicionales de producción energética. No sería una locura pensar en que estarían más cerca o incluso podrían haber desarrollado un sistema de generación que no se viera afectado por los vaivenes de los mercados de materias primas, reduciendo así su dependencia energética del exterior y manteniendo unos costes aceptables.
Cuando el Estado apuesta por una tecnología a través de subvenciones, ayudas o un apoyo descarado a ciertos lobbies, pueden ocurrir dos cosas. Por una parte, la tecnología puede ser ya rentable y en ese caso estamos en un caso de corrupción descarada que favorece a unos pocos y entorpece el desarrollo de posibles tecnologías sustitutivas que podrían nacer como opciones más interesantes para los usuarios.
Los sistemas de licencias y concursos que los poderes públicos imponen a las operadoras de telecomunicaciones en el ámbito de la telefonía móvil no hacen otra cosa que retrasar la implantación de nuevas tecnologías que permitirían un mejor servicio para el usuario, lo que favorecería la competencia entre las operadoras en calidad y precio. La realidad es que se controla un servicio esencial, se recaudan miles de millones que tarde o temprano repercuten en el precio final del servicio y se impide de manera indirecta la investigación en nuevos sistemas y protocolos ya que estos tendrán que pasar un filtro que en condiciones de libre mercado ni se plantearía.
La segunda posibilidad es que la tecnología todavía esté en desarrollo y por tanto no sea rentable o al menos nadie haya encontrado la manera de sacarle una rentabilidad a un precio que los ciudadanos estén dispuestos a pagar. Esta apuesta, que suele responder a intereses políticos y no a nuestros deseos y necesidades, es incluso más letal pues da la falsa sensación que algo ya está listo para su explotación. Las tecnologías de las energías renovables llevan décadas desarrollándose, pero hasta la fecha los costes de generación son muy superiores a los de los métodos más tradicionales. Su aparente eficiencia radica en precios de la energía controlados que no reflejan estos costes y en el pago de un plus a sus productores lo que hace especialmente atractivo para las empresas que han conseguido introducirse en este chiringuito controlado en último término por las Administraciones.
Hay otro asunto que no se puede dejar de mencionar, el coste de oportunidad. Las empresas que apuestan por las tecnologías patrocinadas por el Estado dejan de invertir en otras que pueden responder a las necesidades reales de la gente y no a un capricho político, limitando así las opciones de los consumidores de acceder a nuevos productos y servicios, impidiendo o ralentizando la investigación y el desarrollo de las propias tecnologías que usan y entorpeciendo la investigación de otras alternativas.
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