El 7 de junio de 1797 el Senado de los Estados Unidos aprobaba por unanimidad un tratado de paz y amistad entre su país y el Bey de Trípoli y la Berbería, un conjunto de estados semi-independientes del Imperio Otomano situados entre las costas de Marruecos y Libia. Entre otras cosas, el documento comprometía a las partes a proteger la vida y la propiedad de los nacionales de cualquiera de los dos países cuando se encontrasen en el territorio del otro. También garantizaba del suministro de provisiones a los barcos "a precios de mercado".
En su artículo once, el convenio afirmaba que "puesto que el Gobierno de los Estados Unidos no está en ningún sentido fundado sobre la religión cristiana; puesto que no posee en sí ningún carácter de enemistad contra las leyes, la religión o la tranquilidad de los musulmanes; y ya que los mencionados Estados [Unidos] nunca han tomado parte en ninguna guerra o acto de hostilidad contra nación mahometana alguna, las partes declaran que ningún pretexto surgido de la religión producirá nunca una interrupción de la armonía existente entre los dos países". Entre 1801 y 1815 los incumplimientos de los norteafricanos ocasionaron dos guerras no declaradas entre los Estados Unidos y la Berbería, saldadas ambas con la victoria de la nación americana. En la primera, el Congreso fue simplemente informado por el presidente. En la segunda, el Legislativo autorizó el envío de 10 buques a las costas de Argel.
El origen de los Estados Unidos enfrenta no sólo a liberales y socialistas (los segundos interpretan el "todos los hombres son creados iguales" como una exhortación a la nivelación social), sino también a los partidarios de la separación entre religión y Estado y a quienes invocan una Ley Natural cognoscible, innata y de origen revelado como fuente de legitimidad del Estado-nación occidental.
Una cosa es que los redactores de la declaración no olvidasen a Dios, a quien sólo se refieren por ese nombre una vez, llamándolo "Dios de la naturaleza" después de mencionar "las Leyes de la Naturaleza", y otra que el documento prefigurara un Estado teocrático o animado por una religión en particular. Así, entre las verdades auto-evidentes figura que todos los hombres "han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad", no de la virtud. En cuando al origen del Estado, la declaración afirma que "se instituyen entre [por] los hombres y que deriva sus poderes del consentimiento de los gobernados" y que "es el derecho del pueblo alterar o abolir" ese Gobierno cuando "deviene destructivo para estos fines", (vida, libertad y búsqueda de la felicidad). Por consiguiente, el Estado es una sociedad civil y no una comunidad de creyentes.
En ningún momento los autores de la Declaración de Independencia citan a la divinidad para sostener sus argumentos a favor de la separación de Gran Bretaña. Simplemente apelan "al Juez Supremo del mundo para la rectitud de nuestras intenciones", aunque inmediatamente después declaran su independencia "en nombre y por la autoridad de la buena gente de estas colonias" y comprometen a esta causa sus vidas, sus fortunas y su sagrado honor "con una firme confianza en la protección de la Providencia Divina".
Ni la emancipación de los EEUU fue proclamada en nombre de Dios ni sus firmantes se ufanaron, como los gobernantes europeos en los siglos anteriores, de tener a Dios de su parte o de estar creando un Reino de los Cielos en la Tierra. Es importante reiterar que el documento no habla de virtudes, sino de derechos, y entre ellos figura el de la búsqueda de la felicidad, no el de encontrarla y menos aún el deber de obtenerla o de impartirla. Una felicidad que no se define, como sí ocurre con la tiranía, descrita por medio de la enumeración de distintos actos llevados a cabo por el monarca británico y que a juicio de los americanos violan sus derechos. La expresión de la esperanza en la actuación conforme a las Leyes de la Naturaleza y a Dios, que no se sabe si rige o es regido por esas leyes, no equivale a hablar en su nombre, tal y como hacen los partidos políticos y los movimientos sociales religiosos, sean musulmanes, cristianos o judíos, que existen en diversos lugares del mundo.
Quince años después de la Declaración de Independencia, la primera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, en la que Dios sólo aparece en su datación ("el día 17 de septiembre del año de Nuestro Señor de mil setecientos ochenta y siete") declara que "El Congreso no legislará respecto al establecimiento de una religión o la prohibición del libre ejercicio de la misma". Por lo tanto, la alusión al carácter laico de la república contenida en el Tratado de Trípoli es perfectamente coherente con los textos fundacionales de la nación americana, una sociedad política y opuesta a cualquier tipo de teocracia, tal y como la definió John Locke. Una nación laica, pues está creada por y para los hombres y su felicidad terrenal (la sustitución de "propiedad" por "búsqueda de la felicidad" en los borradores de la declaración tal vez proporcione alguna pista al respecto), aunque no laicista, pues esta libertad de práctica religiosa no se delimita ni se circunscribe al ámbito privado.
En los últimos tiempos, los partidarios del estado confesional, bien en los EEUU (los llamados theoconservatives) o en España ("teocons", siguiendo la moda de traducir literalmente del inglés), apelan a menudo al supuesto carácter teológico de la nación americana para defender un fundamentalismo religioso que mucho se parece al laicismo militante de algunos políticos de izquierdas. Ambas posturas, basadas en la falsificación de la historia y en una interpretación falaz de algunos textos políticos, por no mencionar los religiosos, comparten aquel vicio que señalara Montaigne en su defensa del catalán Raymond de Sabunde, el cual había negado que la razón pudiera por ella sola entender o demostrar las verdades de la religión cristiana:
La jactancia es nuestra enfermedad natural y original. El hombre es la criatura más frágil y vulnerable, y al mismo tiempo la más arrogante. Se ve y se siente alojado aquí, entre el lodo y el estiércol del mundo, clavado y remachado a la peor, más letal y estancada parte del universo, en el piso de abajo de una casa en el rincón más alejado de la cúpula celestial (…) y en su imaginación siembra hasta llegar al círculo de la luna y trayendo el cielo bajo sus pies.
Ni nihilismo ni soberbia, con diferencia el más grave entre los pecados capitales, sino sano escepticismo y humilde búsqueda de la verdad, una tarea no apta para iluminados. Que Dios nos libre de ellos.
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