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No hablen de «poder» judicial

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El poder judicial no existe como tal. A esta altura en la experiencia histórica y desde que se conformó, puede decirse que el modelo liberal de separación de poderes dentro del Estado ha fracasado. En las facultades de Derecho se afirma la independencia del poder judicial con tanta solemnidad como con debilidad se aborda su argumentación.

La actividad de los órganos del Estado moderno y democrático es unívoca y tiende inexorablemente a fortalecerse. La fuente de autoridad se concentra exclusivamente en el poder ejecutivo –que incluye, por supuesto, todo el aparato administrativo por descentralizado que esté–, que es el que ostenta la verdadera capacidad legislativa y el control férreo de los parlamentos. En un Estado cuyos órganos legislativos y judiciales dependen materialmente del inmenso aparato administrativo controlado por el Gobierno y de sus disposiciones y regulaciones, la división de poderes no es constatable, si es que alguna vez pudo serlo.

En España, el presidente Zapatero y el dirigente opositor, Rajoy, han llegado a un acuerdo para desbloquear la renovación del Consejo General del Poder Judicial –CGPJ-y del Tribunal Constitucional. La renovación es exigible sobre la base del pacto de estado alcanzado con la Constitución y de las posteriores leyes orgánicas cuyos principales artesanos fueron los partidos que ambos dirigen hoy. Lo que subyacía tras la controversia entre socialistas y populares era en definir la capacidad de cada uno de sus partidos de influir en la judicatura sin romper el negocio conjunto, el oligopolio para el control del monopolio judicial.

Fuera de este juego de palabras, pero sin desdecirlo, lo cierto es que el sistema judicial es un apéndice del Estado, cuyo vértice está ocupado por los partidos y sus oligarquías. A los partidos, dependientes del erario público e interesados, por tanto, en aprovecharlo al máximo, les motiva enormemente alcanzar el poder y excluir de él al contrario. Tal hecho se resalta en la opinión pública y en las conversaciones de calle criticándolo como fuente de males y de desunión. Pero lo cierto es que lo que une a los partidos es más que lo que los divide.

Los dos partidos –o aunque fueran más, como ocurría en el escenario del "pentapartido" italiano de los años de la Guerra Fría– cuidan celosamente el sistema de nombramiento de los miembros del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional y propenden más al acuerdo que a la divergencia y siempre en orden a mantener su partidista influencia. Los beneficios políticos y la inmunidad que aspiran a obtener de los jueces en diversos asuntos, que sólo a ellos les atañe, les lleva a eso. Se comportan de manera congruente con la estructura de incentivos que origina el actual Leviatán.

Tales incentivos, a grandes rasgos y por orden cronológico son:

  1. Incremento del poder de los gobiernos respondiendo a las demandas de los votantes de mayor intervención y a la oferta abusiva de regulaciones y soluciones políticas que los políticos practican. Estos incentivos de incremento del poder ejecutivo se traducen en una administración sobredimensionada y dotada de enormes recursos aunque no de eficiencia.
  2. Ocupación por parte del Gobierno del poder legislativo. La complejidad de las crecientes funciones del Gobierno ocluye los esfuerzos de los parlamentarios, si es que aún se esfuerzan, para mantener su independencia como legisladores. Las leyes, formalmente sancionadas en el parlamento, son elaboradas por los gobiernos de amplias funciones, únicos dotados de la capacidad para ello merced, precisamente, a su gigantismo. Como consecuencia lógica de ello, los parlamentarios son controlados estrictamente por los partidos.
  3. Ocupación, por consiguiente, del poder judicial por los partidos, con primacía del que gobierna. La teoría, falsa pero repetida en las clases de Derecho Político y Constitucional, acerca del CGPJ y del Tribunal Constitucional, consiste en que al ser nombrado por el Parlamento, es decir, por los representantes elegidos por los votantes, la legitimidad democrática está garantizada y parece que con eso, y como si de un fenómeno místico se tratase, también se asegura su independencia. Nada más evidentemente falso que esta afirmación, tras haber considerado el fenómeno de unificación de todos los poderes iniciales del llamado "Estado liberal" bajo el poder ejecutivo.
  4. Quienes pueden acceder al gobierno, es decir, los partidos, ante la posibilidad de ocupar un poder ejecutivo tan amplio y apetecible, se dan a sí mismos un sistema electoral que supone barreras de entrada suficientes como para reservarse el oligopolio. Instalados así, el riesgo de una derrota electoral no les priva de la expectativa futura de ocupar el poder y de la determinación de hacerlo tan invasivamente como lo hace el vencedor, al que acusa de ello si le toca permanecer en la oposición.

Es esa expectativa de triunfo futuro la que estimula a la oposición, hoy, el PP, en 2001 –año del último acuerdo para el nombramiento del CGPJ–, el PSOE, a consensuar con el gobierno unas reglas de dominio del poder judicial que prevén les beneficiará también. En un oligopolio protegido por la fuerza del Estado los actores propenden al acuerdo colusivo. Y este del reparto del poder entre pocos es algo que no arreglaría la mera apertura del sistema electoral para aumentar el número de partidos en lid. El incentivo para sojuzgar a los jueces sería, en ese caso, el mismo y sería prioritario eliminarlo en una hipotética reforma del sistema.

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