Es esencial que “las ideas se conviertan en valores, en comportamiento, en las bases del comportamiento”, porque así, como valores, son mucho más fáciles de transmitir.
Crear una nueva cultura no significa hacer sólo individualmente descubrimientos originales; significa también, y especialmente, difundir críticamente verdades ya descubiertas, socializarlas, por así decirlo, y convertirlas, por tanto, en base de acciones vitales, en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral. El que una masa de hombres sea llevada a pensar coherentemente y de un modo unitario el presente real es un hecho filosófico mucho más importante y original que el redescubrimiento, por parte de algún genio filosófico, de alguna nueva verdad que se mantenga dentro del patrimonio de pequeños grupos intelectuales.
Antonio Gramsci.
Los “liberales” tienen, tenemos, un problema: Nos pasamos una parte muy relevante de nuestro tiempo perfilando, purificando hasta el límite, nuestras ideas, y, la otra, encontrando la mejor forma de comunicarlas de manera efectiva. Si uno ve las políticas que aplican el PP o el PSOE, las que aplicaría Ciudadanos, o el fulgurante crecimiento que, en apenas dos años, ha experimentado Podemos, es evidente que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, nuestras ideas han llegado, como mucho, a algunos “pequeños grupos intelectuales”, como decía Gramsci. Si no fuese porque ideas equivocadas en las cabezas de los otros -de la mayoría- condicionan, y mucho, nuestra forma personal de vivir, podría tener hasta gracia pertenecer a un grupo minoritario, casi esotérico, tan alejado del “mainstream”. No podemos conformarnos; que “Podemos sea el futuro inevitable”, como titulaba Jesús Laínz un artículo reciente en Libertad Digital, es un problema muy grave, por mucho que, gracias a Dios, no existan ya los riesgos que generó el Frente Popular hace ochenta años.
¿Qué estamos haciendo mal? ¿Acaso el orden liberal no se ha mostrado como el que mejor contribuye al desarrollo y la prosperidad? ¿Somos los liberales un atajo de inútiles, estúpidos o incapaces de transmitir ideas tan potentes? ¿Lo son quienes nos rodean? Quizás deberíamos empezar unos pasos más atrás: ¿Son realmente tan importantes las ideas? ¿Cuántos de los que han votado en las últimas elecciones han buscado activamente -dedicando tiempo y esfuerzo- tener ideas sólidas y cada vez mejor construidas? ¿Cuántos de los que no lo han hecho, lo harán en el futuro?
Creemos, quizás porque es lo que a nosotros nos gusta, que el pensamiento abstracto es el no va más, y que la transmisión de las ideas -nuestro objeto de culto-, de razón a razón, es el mejor camino para cambiar el mundo. ¿Y si hiciésemos como el célebre presidente americano y colocásemos un pequeño póster delante de nuestra mesa de trabajo con un pequeño lema: “No son las ideas… Son los valores, estúpido”?
Walter Castro, en una cena coloquio organizada por el Instituto Juan de Mariana la semana pasada, a la que ya se ha referido José Carlos Rodríguez, ponía, de alguna forma, el dedo en la llaga. Las ideas son importantes, importantísimas, esenciales… pero a muy pocos de verdad les interesan, a muy pocos les mueven. Es esencial que “las ideas se conviertan en valores, en comportamiento, en las bases del comportamiento”, porque así, como valores, son mucho más fáciles de transmitir. La izquierda lo tiene claro desde hace ya demasiado tiempo; basta para verlo con fijarse en la pegatina con la que Monedero oculta la manzanita de su Ipad en los programas de La Tuerka.
Cuenta Hannah Arendt en varios de sus libros la impresión que le causó constatar que Adolf Eichmann (uno de los máximos responsables de la “solución final” nazi contra los judíos en Polonia) no actuó movido por una maldad intrínseca, ni siquiera por firmes convicciones ideológicas:
[Sus] actos fueron monstruosos, pero el agente -al menos el responsable que estaba siendo juzgado en aquel momento- era totalmente corriente, común, ni demoníaco ni monstruoso. No presentaba ningún signo de convicciones ideológicas sólidas ni de motivos específicamente malignos, y la única característica destacable que podía detectarse en su conducta pasada, y en la que manifestó durante el proceso y los interrogatorios previos, fue algo enteramente negativo; no era estupidez, sino incapacidad para pensar (…).
Y es que, como señala la discípula de Heidegger, en “La vida del espíritu”:
Los estereotipos, las frases hechas, la adhesión a lo convencional, los códigos de conducta estandarizados cumplen la función socialmente reconocida de protegernos frente a la realidad, es decir, frente a los requerimientos que sobre nuestra atención pensante ejercen los acontecimientos y hechos en virtud de su existencia (…).
Es posible que los liberales, quizás por el valor que le damos precisamente a la libertad, seamos reacios a intentar transmitir valores, estereotipos, códigos de conducta estandarizados, sin desvelar primero las ideas que hay detrás, ya que lo contrario podría parecernos una forma de “adoctrinamiento”. Puede que el adversario nos haya sacado tanto terreno de ventaja porque confiamos, tranquilos, en la fuerza de los valores e ideas liberales y en que el orden espontáneo que hizo surgir una vez el orden liberal va a volver a hacerlo en el futuro. El problema es que, en frente, tenemos a un grupo de gente que lleva años luchando enconadamente por lo contrario ya que para ellos, como decía Popper, “moldear” a los hombres es una necesidad: en efecto, tal y como decía en “La miseria del historicismo”, los que tienen una “actitud utópica u holística”, es decir, que “buscan remodelar toda la sociedad”, dada la incertidumbre que les genera el factor humano, tienen (en contra de lo que les ocurre a quienes dan por hecho que no se pueden construir instituciones infalibles) que intentar controlar ese “factor humano”, “organizando los impulsos humanos de tal forma que dirijan su energía a los puntos estratégicos adecuados y piloten el total proceso de desarrollo en la dirección deseada”. Los liberales no necesitan “moldear” al resto para crear una sociedad concreta… pero quizás sí deban intentar “moldearlos” de alguna forma, aunque sólo sea para que les dejen en paz.
Desde que el hombre bajó del árbol prácticamente el cien por cien de los individuos de nuestra especie han sido analfabetos. Hasta Grecia, el pensamiento abstracto careció, por completo, de relevancia en cuanto tal. Nuestra especie, sin embargo, lleva desde sus orígenes compartiendo y transmitiendo reglas y valores, casi nunca del todo objetivados. Estoy convencido de que dar la batalla de las ideas es esencial, primero, porque nos gusta, segundo, porque nos lo exige la coherencia, tercero, porque son esas ideas, depuradas, las que deben servir de base a los valores que queremos que imperen en nuestra sociedad. Pero las ideas -el razonamiento abstracto- se van a quedar, por mucho que nos empeñemos, como entretenimiento de grupos reducidos, básicamente porque a la mayor parte de la gente no le interesan. No creo que inmiscuirnos en la vida del prójimo intentando transmitir, aunque sea subrepticiamente, valores liberales sea algo reprobable; como dice Francisco Capella: “el oyente no es una mera marioneta en manos del hablante: puede defenderse de los intentos de manipulación, negarse a obedecer, rechazar el mensaje, y puede a su vez intentar influir en el otro”. Es cierto que se han hecho cosas, como explicaron el profesor Bastos e Ignacio García en la Universidad de Verano de Lanzarote del año pasado, pero es evidente que queda casi todo por hacer. No sé bien cómo habrá que hacerlo exactamente, tampoco necesitamos de un Ministerio que lo haga por nosotros, pero está claro que nos llevan bastantes cuerpos de ventaja como para seguir durmiendo en los laureles. Como decía Errejón, según cita Laínz en el artículo arriba referido:
Son los miles de seminarios, son las charlas, son los materiales de formación, son los documentales, son las películas, son los libros, son los panfletos… Es un trabajo que no es tan inmediato como el combate mediático permanente que genera actualidad cada seis horas, que sedimenta más lentamente pero también está destinado a construir un sentido común diferente.
“Son los documentales, son las películas, son los libros, son los panfletos…”, es la música, son los chistes, son los ídolos, son los héroes… y también son los villanos, el tipo de gente a la que hay que denunciar, contra la que hay que hacer ruido, con cacerolas si hace falta… ¡Somos tan educados y respetuosos los liberales, para nuestra desgracia!
El político podemita también decía en un tweet: “Somos la fuerza que culturalmente dirige el destino de España. Vamos a heredar este país.” Evitemos que siga siendo cierto, hagámosles tener que repetir, con Cameron: “Un día fui el futuro”.
1 Comentario
Patos al agua.
Patos al agua.
Como decía el estagirita, la persuasión efectiva se compone de tres factores: ethos, pathos y logos. Nos hemos olvidado de los patitos, de la pasión y redención; teniendo como tenemos un culpable de todo (y además de verdad), el socialista, cuyo “sacrificio” salvará a la humanidad.
El liberal es buen pensador pero pésimo artista.
Buen artículo, ya es hora de empezar a pensar en ello.