Kirchner inició hace más de una año una suerte de cruzada, exigiendo las Malvinas. Era sabedora de que enarbolando esta bandera, podría lograr, por un lado, dosis de adhesión hacia su proyecto político, y por otro, desviar la atención de la precaria situación por la que atraviesa su pueblo.
Sin embargo, hasta el día de hoy, más allá de exaltaciones de rancio patriotismo, poco más ha obtenido. Por el contrario, el gobierno británico ha resistido las diferentes acometidas verbales sin caer en la demagogia, como hubiera gustado en La Casa Rosada, a pesar de que el contexto doméstico que afronta David Cameron no es el más halagüeño.
Tampoco Londres se ha dejado engatusar por declaraciones rimbombantes de intelectuales como Adolfo Pérez Esquivel, quien, más que arremeter contra con una democracia consolidada e histórica como la británica, debería ser más autocrítico con la forma en que se ejerce el poder en su país natal, donde los excesos e injerencias gubernamentales son la pauta oficial.
El tercer actor invitado en esta obra lo representaban los habitantes de Malvinas. Estos siempre han mostrado su rechazo a formar parte de Argentina, entre otras razones porque son espectadores privilegiados del camino que sigue el país bajo los auspicios del Justicialismo (el Peronismo siempre está presente, con independencia del nombre del Presidente).
El alto nivel de vida de Malvinas contrasta con el hecho de que en algunas provincias de Argentina, por asombroso que parezca, el hambre esté presente, a pesar de que si algo caracteriza a su populismo gubernamental es el intervencionismo a gran escala y con diferentes manifestaciones, una de ellas, quizás la más peligrosa, la que adopta la forma de expropiaciones de empresas. A nivel exterior, algunos de los principales socios de Kirchner no muestran ningún respeto hacia los Derechos Humanos, clara evidencia de que entre la teoría y la práctica del actual gobierno argentino existe un abismo.
La consulta celebrada ha transcurrido por los parámetros de la máxima legalidad y respeto hacia las leyes. La presencia de observadores internacionales así lo ha refrendado, pese a lo cual, la voluntad popular no parece inmutar lo más mínimo el ánimo de Fernández de Kirchner. Por el contrario, el Ministerio de Exteriores ha emitido un comunicado en el cual dice que los resultados de la consulta en ningún caso ponen fin a la cuestión de la soberanía, tras lo cual, se emplea el tradicional lenguaje, insistiendo que «el gobierno británico vuelve a manipular», hablando incluso de «mala fe» por parte del número 10 de Downing Street, todo ello aderezado con las clásicas acusaciones a Reino Unido de «colonialismo».
A pesar de todo, esta lección que le ha dado Malvinas no debería dejarla de lado el ejecutivo argentino, cuya deriva radical carece de límites. En efecto, si hace un mes fue capaz de llegar a un acuerdo con el gobierno iraní para crear una Comisión de la Verdad que investigue los crímenes de la AMIA (menospreciando, en consecuencia, a las víctimas y a sus familiares), ahora ha recibido un nuevo toque de atención por parte de la Sociedad Interamericana de Prensa, en cuyo informe final tampoco sale bien parada la dirigente.
En definitiva, el discurso victimista de Fernández de Kirchner está muy gastado en cuanto que conocido. Frente a lo que sucediera en 1982, los argentinos no han dado muestras de inquebrantable adhesión, conscientes de que la mejora a todos los niveles del país nada tiene que ver con Malvinas. Por el contrario, con toda probabilidad a muchos les gustaría tener la calidad de vida que disfrutan los kelpers, no sólo en cuanto a bienestar, que también, sino en lo que a la garantía y salvaguarda de sus libertades se refiere.
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