Al analizar en 1937 la crisis de la democracia liberal, consecuencia de la Primera Guerra Mundial que "aceleró la tendencia preexistente a las organizaciones internacionales, una especie de socialismo mundial… que implicó la restricción de la libertad, hasta entonces ilimitada, del empresario y su subordinación a un orden nacional, inserto en un marco internacional", Salvador de Madariaga se preguntaba qué tipo de hombre era el más proclive a caer presa del "encanto de las doctrinas dictatoriales".
En primer lugar, el caprichoso, el que responde cada presunta con un "¿por qué no?". En segundo lugar, el impaciente y apresurado, el que prefiere los atajos al "lento sendero de la historia". Para hacer frente a la tiranía, Madariaga propone la sustitución de la democracia liberal por lo que él denominó "democracia orgánica unánime". Así, partiendo de que "el fin supremo es el individuo, y que las instituciones colectivas no deben ejercer más poder del necesario para su desarrollo individual", el pensador basa su orden político ideal en varios conceptos:
- "Comunidad", alejada del disparate de la "misión histórica" en la que basan su existencia las naciones.
- "Experiencia", que no felicidad, como el fin último de la vida del hombre.
- "Orden", es decir, el equilibrio entre libertad –"el derecho a comportarse mal", o el "derecho a no verse privado de la experiencia de esta conducta elegida", que no precisa justificación– y autoridad, que implica restricciones a la libertad, basadas no en la consecución de la igualdad, pues ésta evita que los ciudadanos alcancen el rango y función más adecuados a su capacidad y utilidad social, sino en el mantenimiento de ciertas continuidades, esto es, de la "cultura".
A partir de aquí, Madariaga niega la existencia de la lucha de clases e incluso de una clase opresora y sostiene que la libertad, la desigualdad y el binomio ambición-necesidad son esenciales para que una sociedad progrese. Por tanto, concierne al Estado la restricción de la libertad cuando ésta atente contra el funcionamiento natural de la comunidad. Por ejemplo, los sindicatos y las asociaciones empresariales no deben ser toleradas, pues no son democráticas, sino demagógicas. Por otra parte, el Estado no puede limitar la libertad de expresión, por muy absurdas que sean las ideas expuestas. No obstante, sí puede restringir su radio de acción. Por ejemplo, no se pueden prohibir las doctrinas contra la libertad de pensamiento, sino que deban ser enseñadas en las escuelas. En general, el Estado moderno "será intolerante con los que obstaculizan su funcionamiento apropiado y con los que amenazan su constitución esencial".
Hasta aquí, todo parece indicar que Salvador de Madariaga defiende un Estado limitado con amplias libertades económicas y un orden mundial basado en la interacción libre entre individuos, no estados. Sin embargo, enseguida el autor comienza a expandir el ámbito de ese orden natural social hasta extremos amplísimos, por ejemplo la coordinación de la economía dentro de un "plan general de economía nacional" coordinado con "un plan mayor de economía mundial", pues "la iniciativa privada ilimitada es en efecto el enemigo más peligroso del Estado". Es casi inevitable señalar la contradicción existente entre esto y aquel socialismo mundial que el autor había denunciado al principio.
En segundo lugar, el autor se refiere a la soberanía de los estados, que deben fomentar la creación de una "conciencia mundial" basada en el derecho y ética internacionales de la Liga de las Naciones, única entidad legitimada para señalar la justicia o injusticia de una guerra. Por tanto, el individuo sólo puede desobedecer a su Estado invocando estos principios.
La culminación de este peculiar tour de force es la negación de cualquier tipo de autonomía individual, contenido en la siguiente afirmación:
…estamos listos para sacrificar el sistema política darviniano y adoptar una concepción moderna relacionada con el Estado totalitario: la democracia orgánica unánime.
Para alejar su modelo del fascismo y el bolchevismo, Madariaga recurre a la invención de una clase dirigente virtuosa, capaz de conseguir la adaptación, que no obediencia, de todas las clases a este Estado totalitario. El hombre de Estado surge así como una "síntesis" del pueblo, "pasivo y plástico", y de la burguesía, que encarna la inteligencia. A pesar de haber rechazado el marxismo, Madariaga no puede sustraerse a su método dialéctico a la hora de describir lo que de hecho equivale a una especie de "hombre nuevo" que a diferencia de los demás "en asuntos de vida colectiva, ve por sí mismo" y al que "nadie elige o designa. Él mismo sabe lo que es porque se oye llamado a esta alta y ardua tarea por una voz interna, su vocación". Un hombre que se distingue de los demás por sus grandes dotes de "imaginación e intuición" opuestas, por ejemplo, al espíritu judío, cuyo exceso de intelectualismo se debe según Madariaga a ser una "raza sin raíces, y por tanto sin pueblo". Como podemos observar, el debate sobre poder e imaginación se inició antes de que Sartre proclamara su célebre "la imaginación al poder" en 1968.
¿Qué criterio hemos de seguir para detectar a estas personas? ¿Qué mecanismo debemos instaurar para que el aristócrata pueda llegar a ejercer el poder y su vocación no se vea frustrada? Son preguntas que el autor deja sin responder, aunque se preocupa por describir a esta aristocracia como la fuerza que permite la existencia de una nación, lo cual equivale a restaurar el principio de "misión" que había negado antes. Una misión sustentada en el más puro liderazgo carismático.
Las páginas finales de Anarquía o jerarquía ejemplifican este tortuoso viaje que partiendo del individuo como la única realidad concluye colocando al Estado, dirigido por un grupo de seres superiores en virtud de características innatas, como ente todopoderoso legitimado para regular todos los aspectos de la vida de las personas. Así, Madariaga afirma que al Estado le corresponden todas las decisiones finales sobre la economía, la educación y la información, las finanzas y el control del crédito e incluso las organizaciones gremiales, así como la distribución del consumo, lo que conlleva entre otras la producción de cereales y su transformación, la banca y las comunicaciones y la limitación de las fortunas privadas.
En el magnífico libro La libertad traicionada, José María Marco traza las trayectorias de siete intelectuales españoles, que en todos los casos desembocan en el abandono del liberalismo, del que todos son deudores, por la construcción de quimeras que abonan el terreno al éxito de distintas alternativa comunitaristas a una sociedad basada en invididuos libres. Es una lástima que Salvador de Madariaga, que sorprendentemente ha pasado a la historia como un gran liberal debido a su oposición al franquismo –a juzgar por los contenidos de Anarquía o jerarquía, cabe preguntarse si su desdén por Franco no se podría haber debido a que consideraba al dictador un impostor que le había arrebatado su puesto como regidor de los destinos de la nación– y como gran europeísta por haber fundado el Colegio de Europa de Bruselas no haya merecido un capítulo en la antología de Marco, ni siquiera una mención. Si así hubiera sido, tal vez algunas de sus preguntas –y las nuestras– sobre el fracaso de un proyecto liberal y auténticamente democrático en Europa y las diferencias entre nuestro continente y los EE.UU. cuya noción de igualitarismo difiere tanto de la nuestra, habrían sido respondidas. ¿Acaso no es el proyecto de los Estados Unidos de Europa una empresa basada en gran parte en la utopía de Madariaga? ¿Es este ingeniero de minas reconvertido en historiador y politólogo un precursor del neohegelianismo actual, que elimina el mercado del concepto de sociedad civil y sólo permite la autonomía de la voluntad individual dentro de un Estado omnipotente capaz de encontrar excusas para cualquier intervención en la esfera de lo privado? ¿Cuántos de los autodenominados "liberales progresistas" actuales no son sino neo-organicistas disfrazados?
El estudio de Salvador de Madariaga y de su influencia internacional, tal vez mayor que la del propio Ortega y Gasset, quizá proporcione interesantes pistas a todos aquellos interesados en el socialismo europeo contemporáneo. Quizá merezca la pena introducir un nuevo eje en la investigación teórica, el de organicista vs. individualista, para indagar en ese "socialismo de todos los partidos" contra el que nos advirtió Hayek.
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